IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La soberanía fiscal de Cataluña ataca el modelo de cohesión financiera. Algo así como levantarse de la mesa a la hora de pagar la cena

Hace unos días le tocó a un ciudadano de Barcelona el superbote del Euromillón, 130 kilos, y ahora Pere Aragonés (él se pone acento grave en la e) quiere que a la Generalitat le toque el cuponazo, es decir, un modelo de autonomía fiscal a semejanza de ese concierto vasco cuyo balance siempre sale a favor del que hace el cálculo. La posición de influencia sobre el Gobierno de Sánchez permite a los independentistas suponer que el Estado puede trucar el bombo del sorteo para complacer su perpetua reclamación de privilegios identitarios. Y como la respuesta ha sido que es imposible e inconstitucional caben pocas dudas de que al final acabarán otorgándoselos; es cuestión de tiempo y de unos cuantos reveses parlamentarios que pongan en aprietos la continuidad del mandato.

Una visión optimista al asunto podría concluir que los separatistas de Esquerra parecen dispuestos a aplazar el proyecto de independencia para centrarse en crear primero su propia Hacienda, y que la secesión puede esperar al menos a que cuadren las cuentas, se queden con «la llave de la caja» (sic) y obtengan la condonación mutualizada de su amplia deuda. La mirada negativa o menos ingenua reconoce en ese supuesto pragmatismo la intención insolidaria de dejar a las demás regiones a dos velas, salirse del ya muy averiado mecanismo de cohesión territorial y establecer una suerte de confederación financiera. Algo así como levantarse de la mesa común cuando llega la hora de pagar la cena.

Cataluña, por su población y por su alto PIB (el segundo de España pese al sostenido retroceso provocado por el ‘procesismo’), tiene una importancia sistémica en un diseño fiscal con graves problemas de equilibrio. Su insistencia en asimilarse al esquema foral vasco y navarro, vieja aspiración de una casta empresarial acostumbrada desde la etapa franquista a funcionar como ‘lobby’ extractivo, choca en teoría de frente con los presuntos principios igualitarios del sedicente progresismo. Curiosa socialdemocracia sería la que dibujase un país de dos velocidades con beneficios, franquicias y exenciones para los más ricos y el resto cada vez más empobrecido. O infrafinanciado, si se prefiere el eufemismo administrativo.

Sucede que a estas alturas, y amnistía mediante, ya no queda nadie en condiciones de creer que exista algún límite a las reivindicaciones de los nacionalistas catalanes. Ni siquiera el referéndum de autodeterminación, más o menos disfrazado con retruécanos legales, aparece ya como algo fuera de su alcance. La permeabilidad del presidente ha difuminado las líneas que separaban lo quimérico de lo probable, de tal manera que el cumplimiento del programa soberanista depende de unas cuantas vueltas de tuerca capaces de poner a Sánchez en dificultades. En la política española actual, la palabra ‘inviable’ sólo significa la necesidad de extremar un poco más el chantaje.