Olatz Barriuso-El Correo

  • Los partidos no son jueces ni curas, pero sí depositarios de la brújula moral de la sociedad como sus legítimos representantes

La semana que ahora acaba y los acontecimientos que en ella se han sucedido en nuestro pequeño país resultan dignos de estudio. Una sociedad movilizada, lanzada a la calle para protestar masivamente por la masacre de Israel en Palestina, paralizada incluso en parte en determinados sectores por una huelga para repudiar el «genocidio» en Gaza, pero dispuesta a aceptar como parte del paisaje una batalla campal con palos, piedras y mobiliario urbano en el centro de Vitoria. O a tragar sin pestañear queSortu, el partido mayoritario de la coalición que aspira a ser alternativa de gobierno en todas las instituciones de Euskadi, dé las gracias por «trabajar para el pueblo» a Jakes Esnal, fallecido recientemente, y condenado a cadena perpetua en Francia –salió en libertad en 2022– por el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, en el que ETA asesinó en 1997 a once personas, entre ellas cinco niños.

«Hemos vuelto veinte años atrás», lamenta con genuino estupor un miembro del Gobierno vasco. El Ejecutivo de Pradales y los partidos que lo sustentan, PNV y PSE, han decidido acorralar a Bildu por el flanco de la ética, pese a admitir, con pesar, que la batalla puede estar perdida de antemano ante un partido plenamente blanqueado en Madrid y que ha perdido ya todos los complejos a la hora de mostrarse como realmente es.

La izquierda abertzale ha interiorizado que el disfraz de ‘antifa’ está de moda en Euskadi y que todo lo que se haga embozado bajo esa máscara (colocarse en el lado correcto de la Historia, estilo Sánchez, sea contra Netanyahu, la Falange o Franco) desatará el aplauso de una parte nada desdeñable de la sociedad, sobre todo los más jóvenes, y no tendrá castigo –quizá incluso merezca premio– en las urnas.

Los ejemplos abundan. La campaña de verano para reclamar homenajes institucionales para Txiki y Otaegi como luchadores antifranquistas, obviando su militancia en ETA. Una manera sibilina, a ojos de sus rivales políticos, de legitimar la trayectoria de la banda terrorista y de evitar una revisión crítica del pasado en nombre, claro, del antisfascismo. La otra campaña paralela, también estival, para desprestigiar a la Ertzaintza, una estrategia que preocupa, y mucho, en los despachos de Lakua por los peligros evidentes de deslegitimar a la autoridad. El editorial publicado ayer en Gara hablaba de «pasividad» o «incluso colaboración» de la Policía autonómica con los falangistas y tildaba a la Ertzaintza de «peligro para la ciudadanía» tras la investigación abierta por el Departamento de Seguridad por las lesiones a un joven durante los altercados del pasado domingo en Vitoria.

El intento del grupo municipal de Bildu en la capital alavesa –donde su imagen moderada y portavoz, Rocío Vitero, evitó ayer tomar la palabra en el debate para prohibir los carteles de apoyo a presos etarras– por desmarcarse de los grupúsculos organizados disidentes que intentan marcar el paso a Bildu fue abruptamente abortado por la mesa política. La llamada a no caer en provocaciones y a pensar en los vecinos dio paso al discurso oficial, el que culpa en nombre de la «memoria histórica» al Gobierno vasco por autorizar la concentración de Falange, legal en España.

Pello Otxandiano, otro de los rostros que pasan por representar la cara amable de ese mundo –y que ya patinó en la campaña de las autonómicas al negarse a calificar a ETA de terrorista y tildarla de «grupo armado»– ha justificado la negativa de sus correligionarios a condenar la violencia con el estupefaciente argumento de que los políticos no son «jueces ni curas» y no están para eso. El asunto no ha provocado demasiado escándalo, pero ha servido de bálsamo para que PNV y PSE superen sus recelos y se lancen a intentar desenmascarar a su –por ahora– rival común, pese a temer que la ofensiva sirva para reforzarle entre los suyos.

Los partidos, efectivamente, no son jueces ni curas pero sí depositarios de la brújula moral de la sociedad en tanto que sus legítimos representantes. El problema llega cuando Bildu, que no ha vuelto a hacer un pronunciamiento solemne de calado ético desde Aiete –aquella declaración para hacer «suyo el dolor» de las víctimas a la que siguió un micro abierto de Otegi en Eibar– da por hecho que la sociedad no le exige que le marque el norte de lo moralmente deseable sino que se limite a levantar el puño.