JORGE BUSTOS-EL MUNDO
De Juego de Tronos –rindámonos a las referencias de nuestro tiempo– solo he sido capaz de extraer dos lecciones políticas. La primera equivale a una vieja ley histórica que el adagio latino enunciaba así: Corruptio optimi pessima. La corrupción de los mejores es la peor. Nadie tan bello como Lucifer. El aristócrata degenera en tirano desde el caso emblemático de Calígula. Luego la buena cuna fue sustituida por las buenas intenciones, es decir, por la ideología. Por eso prefiero la cínica variante de Voltaire –«Lo mejor es enemigo de lo bueno»– y la precisión visionaria de Rilke: «Todo ángel es terrible». Toda rubia cabalga un dragón. Toda utopía proyectada a un futuro siempre impuntual se cobra un precio abusivo en el presente concreto, razón de que Camus dejara de ser comunista.
Porque Juego de Tronos puede leerse también como la enésima constatación del sangriento fracaso de todas las revoluciones. El comunismo, la utópica persecución de la armonía universal, cuesta cien millones de muertos y muchos más de miserables supervivientes, pero aún hay fantasiosos jinetes de dragones a los que la factura les parece asumible en comparación con una aurora de fraternidad que cautiva y nunca asoma. Basta una crisis económica para regresar religiosamente a la promesa de una igualdad imposible y seducir a unos cuantos votantes tan inexorablemente condenados a la frustración como los espectadores imprudentemente enamorados de Daenerys. El primero de ellos –el primero de su nombre– fue Pablo Iglesias, que se presentaba como khaleesi anticasta de los españoles; o sea, no estaba enamorado de Daenerys sino de sí mismo, cosa que sospechábamos. Ahora que el guion arroja el único final posible para esa loca con trenzas embriagada de poder, Iglesias tuitea su decepción. Acusa el reflejo que le devuelve el espejo de la historia. Al fin y al cabo, Daenerys no es más que un Maduro sin bigote. Otra Pasionaria.
La segunda lección no se la debo al argumento sino a la forma: la del capítulo aquel donde no se veía nada que obligó a todo el mundo a comprobar el brillo de su televisor. ¿Quién gradúa el brillo de la opinión pública en nuestras pantallas?, pensé entonces. ¿Quién es el responsable de oscurecer a Vox muy por encima de sus posibilidades, redimensionadas en las urnas, y de blanquear a ERC muy por encima de sus hechos, enjuiciados en el Supremo? ¿Quién lustra el jesuitismo del PNV –el partido al que se afiliaría el Gorrión Supremo de Cersei–, que solo perdona el pecado originario de españolidad a PP y PSOE a cambio de blindar su privilegio? Mientras los españoles se preguntan si la oscuridad existe o el problema está en sus ojos, Sánchez sonríe en el trono de hierro. Hasta que se acerque el invierno. Porque el invierno, y ya acaba mayo, siempre llega.