Antonio Rivera-El Correo
No cabe otra que cambiar de pareja para solucionar la crisis territorial. No porque sea mejor así, sino porque con la anterior ya vemos a dónde vamos y cómo acabamos
Hay una impresión de distancia entre la ciudadanía y su clase política. Es un clásico reiterado, muchas veces sin motivo real, que además concluye sin necesidad de explicación que la culpa es de esta última y que el pueblo soberano es, además de eso, inocente del mal resultado de esa selección de élites. Pero esta vez igual sí que hay algo de cierto en todo ello. El mundo que se mueve en torno a la política está más atrincherado y enfrentado que el común de los mortales. Esto también es normal, pero ahora se percibe como excesivo, además de inútil.
Venimos de una legislatura doblemente extraña y frustrada. Una legislatura es una oportunidad que se da un país. Puede presentar a su final un balance positivo o negativo. Esta es de las segundas. Empezó con la victoria de un dirigente al que se le veía con poca disposición a mancharse en la compleja resolución de algunas crisis profundas, tanto la territorial catalana como la de una salida social al crack de 2008. Su problema no era tanto que no se confiara en sus medidas como que se pensara que no estaba dispuesto a tomar ninguna. Toda su proactividad se limitó en un caso a poner en funcionamiento los mecanismos defensivos del Estado contra quienes desde dentro pretendían atentar contra él y en el otro a aplicar la vieja ortodoxia de que son sobre todo los ricos los que salvan a los pobres (luego, favorezcamos su condición). Además de no arreglar nada, conforme a lo previsto, se le acumularon los casos de corrupción interna y su deslegitimación propició una insólita coalición provisional de contrarios suficiente para su destitución.
Le sustituyó casi su inversa: un temerario resistente frente a un diletante contumaz, un crédulo en las posibilidades del ser humano frente a un creyente de las capacidades curativas del paso del tiempo. Con este sustituto tampoco nos fue mucho mejor. Lo intentó, aunque sin éxito, porque enfrente no estaban por la labor. Pero, entre medias, su esfuerzo de mediación, muchas veces naif, fuera de la realidad, incluso con aspecto de entreguista, despertó furioso al país partidario de la contundencia para resolver los problemas. Los que antaño se inclinaron por el diletante ahora lo hacen por el ¡dejadme solo que esto lo arreglo yo en un momento!
De manera que, ante el fracaso de ambas terapias, los seguidores acérrimos de cada facción y sus portavoces autorizados o entusiastas -piezas esenciales en cualquier proceso de confrontación nacional preocupante- han convertido en dogma lo que no han sido sino creencias. Ahora la mano dura o el negociar hasta el amanecer son las respectivas banderas, de modo que el reproche cruzado habla de traidores a la patria o de autoritarios fascistas. Y el inmediato futuro invita a pensar que el absoluto rechazo entre ambos se incrementará aún más con el resultado del juicio a los líderes secesionistas catalanes y con las evoluciones que se producirán tras la sentencia (resultado de esta, recursos, respuestas, posibles indultos…).
De manera que estamos en una de esas situaciones en que el negro futuro se adivina palmario. Con estos mimbres la cosa solo puede ir a peor y solo en la degeneración puede tener alguna mínima posibilidad de éxito la causa de nuestro pleito territorial, ya sea esta la ilusión secesionista o la redescubierta esencia españolista, o las dos a un tiempo. Pero, vistos los resultados del enfrentamiento descrito y su carácter de suma cero, todo invitaría, precisamente, no a seguir danzando como zombis con la misma pareja para alcanzar una victoria que quizás llegue tarde y de nada sirva cuando todo esté perdido, sino a suscitar un cambio de situación que altere un orden de factores a día de la fecha letal. Vamos, lo lógico sería abrirse a la posibilidad de un cambio de pareja que descolocara a los demás y que proporcionara una oportunidad distinta a la posible resolución del problema.
Por eso extraña que los contendientes se hayan manifestado de nuevo irreductibles y partidarios de no cambiar nada, de mantener los valladares en alto y de, como mucho, disputar en el terreno propio, con los más cercanos. Suele ser estrategia electoral: cuanta más fuerza reclutes en tu campo más terreno de juego tienes al día siguiente de la elección. Pero lo agrio de las descalificaciones, aun conociendo su fondo funcional, pragmático, acaba dañando nuestros oídos y nuestra inteligencia. Por esa vía no hay remedio y, aunque se lo reprochen hasta la muerte los entusiastas seguidores de cada cual, solo hay posibilidad en la novedad, en el ensayo de otra fórmula, en la suma de factores, argumentos y fuerzas distintas. No cabe otra que cambiar de pareja. No porque sea mejor así, sino porque con la anterior ya vemos a dónde vamos y cómo acabamos. Aunque sea solo por eso, porque los ciudadanos nos merecemos otra oportunidad distinta.
Lo contrario sí que es hacer el juego a quienes han apostado por el cuanto peor mejor. Los que han puesto el punto final a la legislatura son quienes saben que solo pueden ganar esta partida si se mantiene la confrontación a muerte entre quienes tendrían alguna posibilidad de ponerse de acuerdo y abordar la cuestión. Y de tener la fuerza y la legitimidad suficiente para aplicar lo acordado.