LOS últimos estudios sobre la solidaridad en los chimpancés están arrojando conclusiones esperanzadoras para los chimpancés, pero desoladoras para los humanos. Los investigadores del Instituto Max Planck han descubierto que los chimpancés son muy capaces de sacrificarse por el bien del grupo a expensas del interés propio. Así sucede cuando, al precio de un feo mordisco o algo peor, salen a patrullar las fronteras de su territorio para hostigar a clanes vecinos, recalificar áreas no urbanizables y apoderarse de las hembras del prójimo. Nada que no se cuente en la Ilíada, o sea.
Ahora bien, ellos no practican tales aficiones por las mismas razones que nosotros: por el puro gusto de hacer la guerra y, si se puede, el amor. Los chimpancés carecerán de epopeyas en hexámetro dactílico, pero puesto a elegir entre zamparse dos platos de comida él solo o redistribuirlos equitativamente con el compañero en ayunas, nuestro mono tiende a elegir la segunda opción. ¿Solidaridad genuina o instinto de supervivencia de la especie?, se preguntan los científicos. Como si los teólogos no hubieran resuelto hace siglos el falso dilema: la observación de la norma moral conduce al hombre a la felicidad no a costa de reducir la de sus hermanos, sino justamente a causa de extenderla. Las tablas mosaicas no serían por tanto la codificación de un Dios caprichoso, sino una decantación secular de pruebas espontáneas y errores sangrientos. Si los mandamientos parecen puestos a joder es solo porque convivir, efectivamente, a menudo resulta una jodienda.
De modo que si los humanos fuésemos animales prácticos, ceñidos a nuestro instinto de supervivencia, observaríamos siempre una conducta forzosamente moral. Porque sentiríamos el bien que hacemos al otro repercutiendo en el nuestro propio. Sin embargo estamos condenados a la libertad, constató Sartre. Y por tanto expuestos a la estupidez, cuyos principios resumió el profesor Cipolla en la tercera ley fundamental de la estupidez humana: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso». Los chimpancés están libres de esta condena precisamente porque no son libres en absoluto. En cambio los concejales de Ahora Madrid sí lo son. Su código ético nos beneficiaba a todos porque les concernía ante todo a ellos mismos, que gestionan nuestro dinero y nuestra ciudad. Podemos concluir, por tanto, que sacrificar el precepto en lugar de sacrificar a los concejales que lo incumplieron constituye un acto científico de estupidez. Porque el resto de la comunidad, que está mirando y que a diferencia de otros grandes simios sí goza del sufragio, acabará afeándoles en las urnas tan desorejada hipocresía. La historia, que es la zoología de los sapiens sapiens, enseña que el egoísmo patente de los menos atrae el castigo indignado de los más.
–Los egoísmos nacionales son venenos lentos que mantienen nuestra incapacidad colectiva para aceptar nuestro desafío histórico– ha declarado, en lenguaje netamente darwiniano, Emmanuel Macron, que en estos momentos exhibe la espalda más plateada del europeísmo.
Pero en esto del nacionalismo poco podemos aprender de los chimpancés, animales fieramente plurinacionales que defienden su pedazo de peluda soberanía sin esperar a que se pronuncie el Tribunal Constitucional.