GABRIEL ALBIAC – ABC – 07/03/16
· En Madrid, una alegre muchachada anima a condensar ceniza de judío en cenicero. Y Carmena los ama.
Temo a los ángeles. Peor aún, me desagradan. A mitad de camino entre dioses y humanos, lo divino es en ellos la máscara del aspirante a matarife. «Quien quiere hacer de ángel hace de bestia», profetizaba Pascal. La política moderna ofrece un horrífico catálogo de esa híbrida variedad de monstruos. Hace ya un siglo que el político europeo descubrió que un ángel no tiene por qué rendir cuentas a nadie. Y que puede matar, y que debe matar, cuando el cielo anda en juego; la condición flamígera del ángel consiste en eso. «Ángel aniquilador» es un pleonasmo.
No me asusta la maldad de un político. Va en el oficio y a nadie engaña que no quiera engañarse. Para hacer funcionar la máquina-Estado, esa que pone coto a las más negras tendencias del animal humano, se requiere el concurso de los peores especímenes de la especie. Pero, sin esa máquina de ilimitado poder destructor, la guerra interna de todos contra todos haría nuestro mundo inhabitable. Nadie puede esperar que quienes la manejan formen parte de lo más exquisito en ética ni estética. Imponen miedo. Interpretan en escena el papel del perfecto malvado. Si bien, en un actor que juega un solo papel a lo largo de su vida, máscara y rostro acaban por ser lo mismo.
Mejor así, mejor no jugar a engaños. No hay moral del político; sólo cálculo de eficacias en su toma y cuidado del poder. Mientras de este modo sea, las reglas serán claras. Y la ley acotará los límites de esa letal sobredosis de fuerza que el Estado maneja. Cuando la máscara angelical se planta ante el proscenio, entonces sí debemos preocuparnos: al ángel no lo acota nada; ni siquiera la ley; el ángel es la ley para sí mismo; también para los otros. Y, entonces, ya no hay límite.
Hemos visto irrumpir el angelismo en la política española. Eso que sacudió a los rusos de 1917 en el rostro afilado de Dzerjinski: un ángel que, como éstos de ahora, sabía que sólo el control de los servicios secretos es innegociable. Hemos visto irrumpir el angelismo: ése a cuya misión cauterizadora desearon someterse los alemanes de 1934, los cubanos de 1960, los camboyanos de 1979, los argentinos desde la consagración de Perón en 1946 hasta el asesinato del fiscal Nisman bajo el mandato de Cristina Kirchner.
En Madrid, una alegre muchachada, en cuya voz resuena la estética del Berlín años treinta, anima a condensar ceniza de judío en cenicero. Son jóvenes, de excelente familia y joviales. Y Carmena los ama. Casi tanto cuanto ama el Jefe Iglesias a eso que él llama «la gente». Precioso. Un nazi que escribía como los ángeles daba, en el París de 1940, fórmula a esto: «El fascismo no era para nosotros una doctrina política, menos aún una doctrina económica… El fascismo era un espíritu. Un espíritu anticonformista ante todo, antiburgués, en el cual la irrespetuosidad jugaba un papel importante. Un espíritu opuesto a los prejuicios, a los de clase como a cualquier otro. El espíritu mismo de la amistad». Del amor que fluye entre los compis, querido Iglesias.
GABRIEL ALBIAC – ABC – 07/03/16