Un 1 de abril de 1990. Sobre las cenizas de Alianza Popular, un neonato PP celebra el congreso en Sevilla en el que Manuel Fraga pasa el testigo a un joven José María Aznar, quien, en su discurso de proclamación como nuevo presidente («Un Proyecto en Libertad»), presenta a los españoles un decálogo liberal destinado a llevar a la derecha, aún contaminada de franquismo, a los mandos de la nave española, con el felipismo dando ya claros síntomas de agotamiento. Nuestra historia reciente no podría entenderse sin valorar la importancia de aquel cónclave que modernizó la derecha patria. Un 1 de abril pero del año 2022. Congreso del PP también en Sevilla. Mismo recinto ferial Fibes. Un Alberto Núñez Feijóo ya muy rodado se dispone a ser elegido por aclamación nuevo capitán de un PP recién salido del trauma provocado por la decapitación de Pablo Casado, muerte y fracaso que ejemplifican como pocos la pérdida de rumbo del partido. Llega Feijóo en momentos especialmente críticos, dramáticos deberíamos decir sin miedo a la hipérbole, para el propio PP y para España. Porque esto ya no da más de sí. Entre el Congreso de Sevilla de 1990 y el de este 2022, entre la caída del muro de Berlín y la invasión de Ucrania, entre la llegada de Aznar por la puerta grande y la salida por el excusado de su hijo político, han transcurrido 32 años, ¿32 años perdidos?, más de tres décadas en la historia en bucle de un PP desnortado, sin ideario ideológico conocido, que se dispone a hacerse cargo del cadáver en que el PSOE ha vuelto a convertir España, pero obligado de una vez a alumbrar un proyecto de futuro para el país más allá de la pedestre gestión del aparato del Estado.
En efecto, esto no da más de sí. Todas las cesiones que en materia presupuestaria está obligado a hacer el Ejecutivo van a desaguar en el mar de un déficit y una deuda pública insostenible. Esto no tiene arreglo más que con cirugía de campaña
Porque, en efecto, esto no da más de sí. Aguante anclado al poder hasta el final de la legislatura o se vea obligado a adelantar generales, todo apunta a que la gravedad del enfermo no hará sino empeorar con riesgo de entrar en shock. Todas las cesiones que en materia presupuestaria está obligado a hacer un Ejecutivo cercado por grupos y sectores varios van a desaguar en el mar de un déficit y una deuda pública insostenible, que amenaza con hacer crisis más pronto que tarde. Esto no tiene arreglo más que con cirugía de campaña. Por eso no importa ya el PSOE y el futuro de su líder canalla. Ahora importa saber qué va a hacer la alternativa, si es que la hay; qué proyecto alberga el PP, si alguno, para enmendar el rumbo, corregir la deriva hacia la depauperación de esta Grecia de Tsipras multiplicada por cuatro; qué planes guarda ese Feijóo en el morral, un tipo a quien el PP se ha entregado como se otorga el náufrago al navío que aparece en el horizonte dispuesto a devolverlo a la vida. ¿Va a ser este PP el avergonzado gestor de la nada de un país en bancarrota y en apariencia dispuesto, con la resignación del manso, a aceptar su triste destino, o hay en él mimbres morales bastantes para urdir una trama capaz de sacarlo adelante -sangre, sudor y lágrimas- desde la plataforma de un proyecto liberal? ¿Aceptará Feijóo convertirse en una copia en sepia del triste Rajoy, o aspirará a pasar a la historia como el hombre que fue capaz de certificar el final de un modelo -económico, político y social- agotado, y de plantear su superación?
«Cargos del PP piden a Feijóo un partido de tecnócratas», rezaba el titular de una información que el martes firmaba aquí Jesús Ortega. «Un PP para formar un gobierno como el de Draghi en Italia. Así ven importantes dirigentes populares al nuevo partido, en un contexto en el que ve más posible que nunca un adelanto electoral por parte de Sánchez«. Un PP convertido en una elongación de aquel PP que, mayoría absoluta mediante, la incuria de Rajoy entregó a las supuestas doctas manos tecnocráticas de Soraya Sáenz de Santamaría. Conviene decir enseguida que esta sería la peor salida imaginable de la crisis profunda que hoy vive el país. Una puerta sin esperanza. Desde el final de la II Guerra Mundial hasta la gran crisis del petróleo de 1973, la derecha europea se adornó del florón teórico keynesiano aunque en la práctica se desempeñara con estricta vocación liberal y pro mercado, un mix que permitió la reconstrucción de un continente asolado por la guerra en tiempo récord. La crisis del petróleo a que dio lugar la guerra del Yom Kipur supuso, sin embargo, el inicio de una expansión brutal del tamaño del sector público, empeñados los Gobiernos en la construcción del Estado del Bienestar. La vuelta a los valores liberales que significó la aparición de líderes como Thatcher y Reagan en Gran Bretaña y EE.UU. resultó efímera, enseguida desbordada por la vocación de un continente entregado de hoz y coz a la socialdemocracia rampante, ora gestionada por la izquierda, ora por la derecha.
El socialismo muere y, donde sobrevive, se radicaliza, se echa al monte, caso del PSOE de Sánchez. Pero esa derecha que ha renunciado a los viejos principios no tiene ya capacidad para gestionar el monstruo de unos Estados inmanejables
Embarcada en la construcción de ese Estado del Bienestar, la derecha hizo suyos, con entusiasmo comparable al de la izquierda, programas masivos de gasto público. Tal vez gestionando mejor, cierto, lo que ha convertido casi en un cliché la idea de que, en las últimas décadas, la derecha europea no ha pasado de ser una especie de taller de reparaciones donde la socialdemocracia ha purgado los excesos de una izquierda extasiada ante la posibilidad de gastar el dinero ajeno. En España, el Gobierno Rajoy, llamado con su mayoría a repensar el modelo y proponer otra vía de crecimiento sólido para la economía española, llevó esa pulsión socialdemócrata al paroxismo con tipos tan pintorescos como Cristóbal Montoro en Hacienda. Pero ese modelo hace tiempo que ha entrado en crisis. Crisis terminal. Tal vez el mejor ejemplo sea ahora mismo Francia, un país que dedica casi el 62% de su PIB a gasto público. Cuando, cada 1 de enero, los Estados levantan el telón de sus respectivos Presupuestos, la parte del león de los mismos está asignada con compromisos de gasto insoslayables, a los que se añaden constantes remiendos de gasto nuevo que se convierte en estructural y se enchufa directamente a una deuda que no ha dejado de crecer en los últimos años por culpa, entre otras cosas, de la pandemia. Todo ya repartido, todas las cartas marcadas, todo el futuro agotado en una UE acogotada por la burocracia. No hay crecimiento. No hay empleo. No hay futuro para los jóvenes. España es quizá el mejor ejemplo de este drama.
Y, ¿qué ha hecho Europa para combatir este cáncer terminal? Nada, regodearse en su infortunio. Incrementar exponencialmente el mal con nuevas metástasis. Con el agravante de que ha sido la derecha la que ha asumido casi en exclusiva el papel de garante de esa socialdemocracia desvencijada, ese Estado paternalista que todo lo invade achicharrando la iniciativa privada. La derecha como gestor atontado de un modelo, el socialdemócrata, claramente agotado, del que se han ido desprendiendo cual frutos maduros los partidos socialistas (el francés, el italiano, el griego, con el portugués jugando a liberal) hasta desaparecer. El socialismo muere y, donde sobrevive, se radicaliza, se echa al monte, caso del PSOE de Sánchez. Pero esa derecha que ha renunciado a los viejos principios no tiene ya capacidad para gestionar el monstruo de unos Estados inmanejables, quebrados en su mayoría, con una deuda superior a los bienes y servicios que un país como España es capaz de producir en un año entero. El desafío se ha convertido en inabarcable para nuestros aprendices de Rajoy. Ya nadie puede ocultar la necesidad de una revisión integral del modelo, revisión que va mucho más allá de su vertiente puramente económica para, de forma obligada, invadir terrenos naturalmente de la política (la calidad de la democracia, la regeneración de las instituciones, el desalojo de las mafias, tipo Garzón & Delgado, que han copado el aparato del Estado) y social (la batalla cultural contra esa parodia llamada progresismo woke y la lucha sin cuartel contra las sanguijuelas progres acostumbradas a vivir de los impuestos del ciudadano).
¿Va a oficiar Feijóo como nuevo sumo sacerdote de ese rajoyismo acomodaticio dispuesto a bailarle el agua a la izquierda? Porque si esa es la alternativa, entonces la buena gente de derechas votará a Vox
Por eso, ¿gestionar qué y para qué, señores del PP? Alcanzar el poder implica poner en marcha un modelo de gestión capaz de determinar en paralelo un modelo de sociedad. Porque si solo se trata de gestionar, mejor encargar la tarea a una gestoría profesional. Conviene insistir: lo que está en crisis es el modelo, el consenso socialdemócrata que ha gobernado Europa durante décadas, el de un gasto público desenfrenado, el de unos impuestos confiscatorios, el de un Estado Leviatán lleno de funcionarios, vocacionalmente dispuestos a decirle al ciudadano cómo debe vivir su vida y lo que tiene o no prohibido hacer. La carga fiscal que soportaban los europeos hasta la gran crisis del petróleo de 1973 era muy inferior a la actual, lo que permitió a las economías crecer con fuerza y crear empleo. Eso hace mucho tiempo que se acabó. Italia lleva más de 20 años sin crecer. ¿Va a oficiar Feijóo como nuevo sumo sacerdote de ese rajoyismo acomodaticio dispuesto a bailarle el agua a la izquierda? Porque si esa es la alternativa, si no va a pasar de ser una copia en blanco y negro del pasmarote (invitado, por cierto, a Sevilla), entonces la buena gente de derechas votará a Vox. Ese es el reto al que se enfrenta un Partido Popular en busca de su destino.
Trabajo, pues, para el nuevo capo de Génova. La legislatura está vista para sentencia. La recuperación del crecimiento dañado por la pandemia, que se esperaba, como ocurrió en tantos países de la UE, a finales de 2021, no se producirá en este 2022 y muy probablemente ni siquiera en 2023. El futuro de España empieza a presentar perfiles muy amenazadores. «El BOE publicó el miércoles las condiciones del bono cultural joven, es decir, del cheque que se ha inventado Moncloa para intentar sobornar a quienes alcanzarán la mayoría de edad en 2022″, escribía aquí el viernes Rubén Arranz. «Puede sonar simple», añadía, «pero cualquier explicación más compleja sería errónea». Un PSOE que no deja de insultar la inteligencia del ciudadano mientras mete mano en su cartera. He aquí, pues, una derecha enfrentada a un doble reto: romper con su pasado estatista, vale decir hacerse liberal, entronizar de nuevo la oferta liberal («Creemos que este pueblo debe decir fuera intervenciones, fuera mordazas, fuera amenazas, fuera intentos de control. Queremos devolver el protagonismo a los ciudadanos antes que a la sociedad. Y a la sociedad antes que al Estado») con la que Aznar se presentó en Sevilla aquel 1 de abril de 1990, por un lado, y romper de una bendita vez con el consenso socialdemócrata que ha dominado la vida española desde los ochenta, por otro. Salir del bucle de inanidad en el que el PP ha navegado desde, más o menos, 2002, para recuperar el pulso. Sería la doble ruptura de la derecha española.