OLATZ BARRIUSO-EL CORREO

 

Hay que reconocerle a Arnaldo Otegi, y a la izquierda abertzale histórica en general, un talento innato para distraer la atención de lo nuclear. Fue escucharle teorizar ayer sobre las supuestas causas de las batallas campales en que están degenerando los botellones pospandémicos y recordar aquello de las ‘consecuencias del conflicto’ con que se despachaban los atentados de ETA en la época de la ponencia Oldartzen. Oírle hablar de «nihilismo existencial» y pensar en Manuel Indiano, tiroteado hace veintiún años entre las bolsas de caramelos de la tienda de chucherías con que buscaba labrarse un futuro, para él, para su familia y para la hija póstuma que nunca llegó a conocer.

Eso sí que es la muerte de Dios sobre la que filosofaba Nietzsche y la nada más abismal como catecismo ideológico. Porque el crimen de Indiano representa como pocos el sinsentido de la violencia empleada en nombre de la presunta liberación nacional. Un tendero de Zumarraga, apenas treintañero, el enemigo del pueblo. Toma ya. Por eso mismo, al escuchar hablar a Otegi del embrutecimiento vital que acecha a las nuevas generaciones «en Donosti o en La Habana» uno no puede evitar pensar en la escuela cínica griega como antecedente histórico de los nihilistas. ¿O es que acaso hace treinta años la combativa juventud vasca sí tenía valores? Pero, por supuesto, la culpa no es de ellos sino del malvado capitalismo que los lanza en brazos del alcohol y las drogas como única alternativa. Y, por extensión, de los gobernantes neoliberales que lo alientan y después obligan a su alienada juventud a marcharse a casa a la una. Y, claro, los chavales se enfadan. Como si en las décadas precedentes en las herrikos se hubiese bebido agua del grifo.

El kalimotxo es transversal, no entiende de colores políticos y no es de ahora. Tampoco el botellón, por cierto. Ni los psicólogos ni los sociólogos se ponen de acuerdo al delimitar el alcance y el origen del fenómeno de la violenta insumisión de una pequeña parte de la juventud a la autoridad, que ciertamente trasciende lo político y el microcosmos vasco. No hay que ser un lince para relacionarlo con la ausencia de perspectivas de futuro y la inestabilidad de las sociedades posmodernas, agravados ambos por la pandemia. Achacarlo a cuestiones ideológicas y /o políticas esconde, seguramente, las contradicciones de una sigla que en su momento se colocó a la cabeza de los que exigían el endurecimiento de las restricciones, hasta el punto de pedir el cierre de toda actividad económica. Sin embargo ahora, pese a reconocer el evidente incivismo de los vándalos, no es capaz de condenar sus acciones o de respaldar el papel de la Ertzaintza. Es más fácil reclamar un debate de «altura intelectual» que demoler, de una vez por todas, cualquier vestigio de la cultura de la violencia que ha envenenado el país.