Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 7/2/12
La película iraní Nader y Simin, una separación comienza mostrando —cara al espectador sentados uno junto al otro en diferentes sillas— a Nader y a Simin, padres de una niña de once años que están iniciando los trámites para su divorcio, alegando frente a un invisible funcionario de justicia los motivos que, según creen cada uno de ellos, les hacen merecedores del cuidado de su hija. De esta invisibilidad se vale el director Farhadi para situarnos en la silla del funcionario, esto es, para que, tras haber escuchado a ambos, nos veamos en la obligación de tomar partido en su lugar. Y lo tomamos. Cada uno de los espectadores ha optado de una manera casi inconsciente por uno u otro. Y es que la empatía, ese ponerse en el lugar de otra persona, es las más de las veces un triángulo: dos “bases” en conflicto que cuentan; un “vértice” que escucha y juzga.
A esa toma de partido rápida y semiinconsciente se la conoce como empatía afectiva o “caliente” (hasta la persona más desconocedora del mundo del fútbol, viendo un partido frente a un televisor se sentirá a los cinco minutos sin saber el porqué más próxima a uno que a otro de los equipos). Más tarde, llegará la denominada empatía cognitiva o “fría”: la toma de posición basada más en la razón y en el conocimiento consciente fruto de la información obtenida a posteriori. Con todo, me temo que cada uno de los espectadores se encontrará, al final de la película o del partido, sentado en la silla que le indicó a los inicios su empatía caliente. De ser así, ¿qué no será en los conflictos en los que nos unen o nos desunen una serie de lazos previos —afectivos, profesionales, familiares, políticos, económicos…— con los actores en liza? Me lo pregunto, por caso, por esos 956 delegados del PSOE escuchando los discursos de ambos candidatos para votar después, por la “neutralidad activa” de la que hablaba el anfitrión Griñán del 38º Congreso del partido socialista, etcétera.
Robert Michels dio cuenta de cómo los partidos políticos tienden a la oligarquía en su organización interna a consecuencia de la burocratización y profesionalización de la actividad política, de cómo esos dirigentes acaban por colocar su propia supervivencia por encima de los intereses del partido y de sus militantes y electores. De esa “ley de hierro de la oligarquía” hemos tenido un buen ejemplo en el citado congreso: dos candidatos y una sopa de letras de nombres buscando su lugar bajo el Sol, es decir, un puesto en la lista. Y usted lector: ¿Chacón o Rubalcaba? ¿Nader o Simin? Los humanos, como digo, nos caracterizamos por la emisión de juicios rápidos y constantes. Por eso, después de esas leyes de hierro que deciden —al igual que el director de la película— quién se sienta en las sillas socialistas, imposible que ustedes no se hayan decantado por uno u otro. Los humanos, sempiternos deshojadores de margaritas.
Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 7/2/12