José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Por paradójico que parezca, las coaliciones de gobierno entre afines crean rivalidades entre los socios que ponen en peligro su propia estabilidad

El bochornoso esperpento del martes pasado en la rueda de prensa tras el Consejo de Gobierno, en que la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, aireó ante la prensa sus discrepancias respecto de la repercusión en la declaración de la renta del nuevo SMI que se acababa de aprobar, no merece más comentario que el reproche. Allá, pues, cada cual con su decisión sobre si la vicepresidenta mintió al afirmar que ignoraba lo que sabía o fue tan inepta como para ignorar lo que era obligación suya conocer. Pero dejando de lado lo que el hecho tiene en ambos casos de escarnio a la dignidad política, tomaré pie de él para reflexionar sobre el funcionamiento de las coaliciones de gobierno.

No han sido éstas habituales en los Ejecutivos centrales de España a lo largo del actual período democrático, a diferencia de lo que fue habitual en la II República. Sólo en enero de 2020, es decir, cuarenta y tres años después de las primeras elecciones democráticas, se constituyó la primera. Fue entre el PSOE y Unidas Podemos, cuyo pronto y abrupto final da fe de su precaria consistencia. La sustituyó, en noviembre de 2023, la que ahora gobierna entre PSOE y Sumar, compuesto este segundo integrante por más de una decena de partidos, como si la desmesura en el número se propusiera compensar la tardanza en el tiempo de unirnos a lo que en Europa era antigua y consolidada tradición. Corto trayecto, en todo caso, el nuestro actual para sacar conclusiones. Mejor mirar, por ello, a la comunidad autónoma que más largo camino ha recorrido en estas alianzas.

En el País Vasco, tras la primera legislatura de 1980-1984, en que el PNV gobernó en solitario, los Gobiernos han sido todos de coalición, si se exceptúan el formado por el PSE-EE entre 2009 y 2012, con apoyo externo del PP, y el de Urkullu, a la intemperie, de 2012 a 2016. Aunque, por su predominancia, la idea que se tiene de Euskadi es la de constantes alianzas entre jeltzales y socialistas, los pactos de gobierno han involucrado un buen número de otros partidos. Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra, por ejemplo, también han formado parte no menor de las combinaciones que se han producido. Y, pese a la simplificación a que la brevedad de estas líneas obliga, podría obtenerse alguna conclusión de la larga y variada trayectoria hasta ahora recorrida.

La primera y más paradójica de todas es que, en una política polarizada, cuanto los partidos coaligados profesan ideologías más afines más inestable es la coalición. Fracasó así en 1991 el tripartito entre PNV, EA y EE, de comunes connotaciones abertzales, tras escasos meses de duración y causaron notable inestabilidad política e inquietante desazón social los de profesión soberanista liderados por el lehendakari Ibarretxe entre 1999 y 2009. Los dirigidos por los lehendakaris Ardanza y Urkullu en coalición con el PSE-EE, de inspiración más pragmática que ideológica, se revelaron, en cambio, más estables, duraderos y acoplados. La ausencia de competencia electoral directa entre sus integrantes y su entrega a la gestión del programa acordado más que a la afinidad ideológica conjuran diferencias y disputas que los ideológicamente más próximos tienden a exacerbar en detrimento de la paz interna y el sosiego mediático y social.

A similar conclusión conduce la experiencia que otras comunidades han protagonizado en tiempos recientes. Las coaliciones entre el Partido Popular y Vox, en todas los Gobiernos regionales en que se consumaron, han fracasado en el tiempo más breve y del modo más estrepitoso que imaginar quepa. Murcia, Valencia, Extremadura y Aragón, siguiendo los pasos de Castilla y León, cayeron sin llegar a celebrar su primer aniversario. Y, volviendo, para terminar, al punto del que habíamos partido, las turbulencias que no dejan de sacudir al Gobierno central, hasta amenazar con hacerlo zozobrar, auguran un final no por más lento menos doloroso. Y es que, si la heterogeneidad de los apoyos externos causa frecuentes sobresaltos en el ámbito legislativo y no pocos cambios de guion en la gestión de los acuerdos necesarios para sobrevivir, la rivalidad que tensiona la convivencia entre los propios miembros del Gobierno es la palmaria negación de la estabilidad que se proclama. Por no citar la polarización que el empeño por mantenerse unido al semejante ejerce en favor de la radicalización y la exclusión del diferente. Pero eso es asunto a tratar en otra ocasión.