A los pocos días de los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils, en los que fueron asesinadas 16 personas y otras 350 sufrieron secuelas físicas o psicológicas, el independentismo, a través de sus portavoces políticos y mediáticos, puso en marcha el ventilador de la desinformación señalando una supuesta negligencia del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) en la labor de prevención de los atentados. Incluso hubo quien llegó a sugerir la complicidad del Centro con uno de los presuntos ideólogos de aquellos dramáticos sucesos. Estamos en agosto de 2017, pocas semanas antes del octubre negro en el que se convocó un referéndum ilegal para desenganchar a Cataluña de España.
Llovía sobre mojado. El aparato mediático secesionista, público y privado, financiado en todo o en parte con dinero de nuestros impuestos, llevaba desde primeros de año propagando la idea de que la creciente falta de seguridad que se venía detectando en Cataluña tenía como principal responsable al Estado. Los publicistas del procés (no confundir con periodistas) llegaron a denunciar, entre otras cosas y como si fuera algo anómalo, el que no se permitiese a los Mossos d’Esquadra la plena interlocución con Europol y otros organismos internacionales, lo que según ellos incrementaba la inseguridad, cuando tanto el Parlamento Europeo como el Consejo, para garantizar un mayor grado de coordinación, establecen una sola vía de relación formal por cada Estado a través de la Oficina Nacional Europol (UNE).
La tesis de la complicidad de Estado en los atentados de Barcelona y Cambrils fue la cortina de humo utilizada por el independentismo para tapar a los responsables primarios del verdadero agujero de seguridad
En realidad, lo que se venía fabricando desde hacía tiempo era un inventario argumental que diluyera el fundado temor de que la independencia provocaría un deterioro aún mayor de la seguridad, inyectando en la opinión pública la idea de que, también en esta materia, los catalanes saldrían ganando con la desconexión. El llamado Consejo Asesor para la Transición Nacional, creado en la etapa de Artur Mas, ya recomendó en uno de sus informes, como pieza esencial de la futura independencia, la asunción por parte de la policía de la Generalitat de competencias en materia de lucha antiterrorista, delincuencia organizada o blanqueo de capitales. Incluso hubo quien planteó ir dando pasos para la creación de un ejército catalán a partir de las estructuras policiales autonómicas, ensoñación que se tradujo en el intento de compra por parte de los Mossos, en abril de 2017, de 500 granadas de guerra, pretensión que se topó con la negativa del Gobierno central.
En eso estaba el independentismo cuando los comandos del Daesh perpetraron los atentados del 17 de agosto, y alguien vio en aquellos espeluznantes hechos una oportunidad para afianzar el secesionismo. La conexión del CNI con el imán de Ripoll, Abdelbaki Es Satty, considerado cerebro de los atentados, fue el elemento que sirvió para extender la teoría demente de que el Estado podría estar detrás de la acción terrorista. Esta versión conspiranoica fue posteriormente desmentida (hasta los Mossos la desmontaron en varios informes), pero en aquellos momentos se utilizó para amplificar la animosidad contra España y ampliar la base del independentismo. Sin embargo, lo que es menos conocido es que la tesis de la complicidad de Estado fue la cortina de humo que proyectaron los indepes para tapar el verdadero agujero de seguridad que facilitó la ejecución de los atentados y de paso encubrir a los responsables de la dramática negligencia.
Foco del terrorismo yihadista
El 26 de octubre de 2017, algo más de dos meses después de los ataques, miembros de la Brigada de Información del Cuerpo Nacional de Policía impiden la destrucción de diversas cajas cuya incineración había sido ordenada por un alto mando de los Mossos, el jefe de Información, Manel Castellví. Entre su contenido, los funcionarios del CNP encuentran una nota de la CIA, de 25 de mayo de ese mismo año, en la que la agencia estadounidense avisaba a la policía autonómica sobre un posible atentado en las Ramblas de Barcelona. También después de los atentados se nos reveló que en enero de 2016, 17 meses antes de la acción terrorista, la policía belga puso en conocimiento de los Mossos la sospecha de radicalización de Es Satty, el ideólogo, quien se había trasladado desde Bruselas a Barcelona.
“La ocultación de información relevante a la opinión pública por parte de los dirigentes políticos de la Policía de la Generalitat [se hizo] con visos a reconducir el escenario generado por los atentados a la finalidad de ahondar en la división con el resto de España como otro elemento justificativo para la independencia de una parte de su territorio”, se afirmaba en un trabajo publicado en noviembre de 2018 por la Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología. “En este orden de ideas -se añadía-, es evidente el aprovechamiento político de los atentados para proyectar un discurso proindependentista reforzado mediáticamente para generar una identificación entre la Policía de la Generalitat y la parte de la ciudadanía predispuesta a la secesión con el fin de dar continuidad a la estrategia que desembocaría en los acontecimientos del 1-O. Para ello no sólo se empleó el potente aparato mediático con marcado carácter secesionista, sino también las redes sociales e incluso se llegó a generar un variado merchandising del recientemente nombrado Mayor Trapero”.
El mismo nacionalismo xenófobo que hoy reclama el control de los flujos migratorios, y las herramientas jurídicas para proceder a la expulsión de los ilegales, es el que con su política le ha fabricado al yihadismo una confortable retaguardia
El nacionalismo es el responsable primario de que Cataluña sea hoy uno de los focos del terrorismo yihadista en Europa. Lo saben, y por eso llevan años esforzándose en desviar hacia otros la atención; y la responsabilidad. Ahora que los secesionistas de Junts negocian con el Gobierno el traspaso de competencias en materia de inmigración, es obligado recordar que fue su propia política, la ejecutada con gran eficacia durante largos años por Jordi Pujol, la que ha convertido a Cataluña en uno de los refugios predilectos del radicalismo islamista. Es el mismo nacionalismo xenófobo que hoy reclama el control de los flujos migratorios, y las herramientas jurídicas para proceder a la expulsión de los ilegales, el que con su política lingüística, consistente en favorecer la migración procedente de países no hispanohablantes y dificultar la de los nacionales iberoamericanos, le ha fabricado al yihadismo en el corazón de Europa una confortable retaguardia (de los extranjeros que residen en Cataluña, más de 400.000 son de creencia islámica; cuatro veces los registrados en Madrid).
Hace unos años, Eduardo Martín de Pozuelo, periodista de La Vanguardia, y uno de los grandes expertos en información sobre terrorismo, contaba en su periódico que más de la mitad de los 98 centros de culto islámico vinculados con el movimiento radical salafista se encontraban en Cataluña. En estos momentos, una de las grandes preocupaciones de las autoridades es la creación de guetos entre el alumnado de la escuela pública, en la que más de un 36% de los nuevos alumnos proceden de Marruecos y Pakistán. ¿Cómo es posible que unos jóvenes integrados en la sociedad catalana cometieran los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils?, se preguntaba tiempo después de la masacre, quiero pensar que de forma retórica, un periódico barcelonés.
Habrá quien objete que nada de esto tiene que ver con la amnistía a los líderes del procés, ni con el perdón que se pretende conceder a los Pujol. Mucho menos con la cesión de Rodalies o el vergonzante desnudamiento del Estado, por imposición del independentismo, a cuenta del caso Pegasus. Y sin embargo, todo está conectado. La huida hacia delante del nacionalismo catalán era la única forma de esquivar sus graves responsabilidades. En este y en otros ámbitos de gestión, entre ellos la apropiación indebida de dinero público. Y un día, alguien llegó a la conclusión de que el espejismo de la independencia era el camino que podía garantizar la elusión de la culpa, la inmunidad. Lo que no sabían entonces es que iba a ser tan sencillo; que ya no es que nadie les fuera a pedir cuentas por el nocivo efecto social de sus políticas y sus mentiras, sino que iban a ser ellos los que se las pidieran a los demás.