Ignacio Varela-El Confidencial

De repente, este Gobierno apesta a viejo. El olor nos resulta conocido porque lo percibimos varias veces en las últimas décadas

En la política, el olor a viejo existe, vaya si existe. Y no es agradable como el aroma de los materiales nobles que mejoran con los años, sino fétido como el de los organismos en descomposición.

De repente, este Gobierno apesta a viejo. El olor nos resulta conocido porque lo percibimos varias veces en las últimas décadas. Es el que desprendían los últimos gobiernos de UCD antes de su extinción; el de la fase terminal del periodo de Felipe González; el de los dos últimos años de Aznar; el de Zapatero a partir del 12 de mayo de 2010, y el de Rajoy cuando el golpe institucional en Cataluña lo atropelló y después permitió que Pedro Sánchez ganara una moción de censura contra un bolso de señora en un escaño vacío. Es el olor de la impotencia sobrevenida ante acontecimientos que te pillan ya gastado y desbordan tu capacidad de respuesta.

Lo terrible del caso es que este Gobierno no tiene, como los anteriores, varias legislaturas a sus espaldas, sino apenas cinco meses de vida y toda una legislatura por delante. Incluso añadiendo el periodo del llamado ‘Gobierno bonito’ de Sánchez con sus 84 escaños, estaríamos ante un caso insólito de progeria política que solo se explica por dos causas: la caducidad previa de sus materiales de origen y el brutal salto histórico de la primera mitad de este 2020 que, como dice un amigo argentino, si todo sale bien será un año de mierda. Cinco meses que ya pesan en nuestro devenir colectivo como cinco lustros, aunque los dirigentes permanecen enganchados en la lógica confrontativa del remotísimo 2019.

Los gobiernos jóvenes galopan, frecuentemente con brío excesivo. Los maduros miden sus pasos y caminan a su ritmo, acelerando y frenando según las condiciones del terreno. Los avejentados se trompican con todo lo que aparece a su paso y convierten cada episodio en un sobresalto, cada avance en un percance y cada alianza en un artefacto explosivo. Es lo que les viene sucediendo a Sánchez e Iglesias desde que el virus hizo añicos su proyecto de gobierno y la crisis económica terminó de sepultarlo. Todo ello aparece condensado en las dos últimas semanas.

Pedro Sánchez ha cometido desde 2014 toda clase de tropelías. Bloquear la política española durante periodos larguísimos. Transformar el PSOE en un guiñapo inerte, desprovisto de toda voluntad autónoma de la del césar. Inocular dosis masivas de azufre en las relaciones políticas y en la sociedad. Mostrar desprecio categórico por la lógica institucional y los fundamentos del Estado de derecho. Hacer de la trampa y la mentira religión de estricta observancia. Promover conscientemente el ascenso de la extrema derecha en España. Y lo peor: acercarnos al infierno de las dos Españas más de lo que nunca estuvimos desde 1975.

Con todo, en sus desafueros anteriores podía observarse un propósito y reconocer la ganancia que esperaba obtener —casi siempre relacionada con el fortalecimiento de su poder personal—. Por mucha repugnancia que suscitara su proceder, era innegable que tras él latía un objetivo, la voluntad férrea de alcanzarlo a cualquier costa y una conducción tortuosa e implacable, a ratos temeraria.

Hay liderazgos que en las grandes crisis emergen o se agigantan; y otros que terminan extraviados en su propia caricatura. Como este Sánchez de los sábados en la tele y los miércoles en el Congreso, mezcla del padre Peyton y el Pedro Navajas de la canción.

A medida que el virus lo invadió todo, los muertos se amontonaron y la inminencia de una hecatombe económica cobró cuerpo, el Gobierno Progresista (con mayúsculas, por favor) se fue desmadejando por días: vinieron en cadena los pisotones, los errores no forzados y los movimientos convulsivos y autodestructivos.

El Gobierno se ha propinado dos tiros en la pierna en una semana. Dos conflictos mayúsculos, totalmente prescindibles, sin esperanza de beneficio alguno. Tan inexplicable fue el absurdo pacto con Bildu como el manotazo zopenco de Marlaska represaliando a un héroe de la Guardia Civil. El hilo emocional que une ambos movimientos es la combinación de la soberbia con el miedo. Pero no busquen en ellos un rastro de racionalidad política, porque no lo hay.

La semana pasada encabronaron a los empresarios, a los sindicatos, a Bruselas, al PNV, a los presidentes autonómicos y a la ministra de Economía. Ahora han decidido soliviantar también a los jueces y a la Guardia Civil. No hay como ir por la vida haciendo amigos.

El ministro del Interior conoce de sobra las obligaciones de la policía judicial. Sabe también que irrumpir en una investigación en la que él mismo es un potencial justiciable puede ser algo peor que una imprudencia. Era imposible no prever que la purga del coronel Pérez de los Cobos provocaría una tempestad política, no precisamente favorable. Conoce a sus antiguos colegas para presumir que la acometida no tendría el menor efecto disuasorio sobre la jueza que conduce la investigación; más bien al contrario, excitaría su celo inquisitivo. Y cualquier aprendiz de comunicación política le habría alertado de que no era una buena idea volver a poner el foco mediático sobre el pecado original de la gestión gubernamental de la pandemia, que es la insensatez del 8-M.

Quizá debió anticipar también que los peligrosos aliados del Gobierno recibirían con entusiasmo el escarmiento a Pérez de los Cobos, tomándolo como un merecido castigo por el comportamiento del coronel en defensa de la Constitución, primero en el referéndum ilegal del 1 de octubre y después en el Tribunal Supremo y en la Audiencia Nacional. Pablo Iglesias jaleando el cese en nombre de “la higiene democrática” es como Nacho Vidal predicando la castidad.

Este Gobierno está superado por una crisis mucho más grande que él. El conductor ha perdido el control y por eso el vehículo derrapa en cada curva

Sabiendo todo eso, el ministro lo hizo. Y en la rueda de prensa de ayer reprodujo la norma de la casa, típica de los gobiernos avejentados: repetir cansinamente la consigna sin esperar en absoluto ser creído. Claro que cesó al coronel por pérdida de confianza: la perdió en el instante en que este decidió cumplir con su deber antes que obedecer una orden ilegal. La explicadera de la confianza es tan cínica como la de “hemos pactado con Bildu por culpa del PP”. Como dice Jorge Bustos, en este Gobierno ya todos son Tezanos.

Que analistas y politólogos no se devanen los sesos buscando interpretaciones estratégicas a lo que no es sino torpeza en grado sumo. Este Gobierno está superado por una crisis mucho más grande que él. El conductor ha perdido el control del volante y por eso el vehículo derrapa escandalosamente en cada curva. Es lo que hay.