Iñaki Ezkerra-El Correo

La vida da muchas vueltas. Leo la ‘Carta sobre el papel de la literatura en la formación’ que ha escrito el actual Pontífice con fecha del pasado 17 de julio y me acuerdo del ‘Index librorum prohibitorum’, que estuvo vigente nada menos que hasta 1966. De andar censurando lecturas a sus feligreses, la Iglesia ha pasado a recomendar las obras de Borges, de T. S. Eliot, de Celan, de Cocteau, de Proust… Ésos son algunos de los autores a los que cita con fervor el documento papal y sobre los que se explaya con convincente fruición. El texto dice cosas bastante cabales, la verdad. No hay en él deslices hacia el capillismo sectario ni tics de ese infantilismo ñoño que en el medio eclesiástico han sido una nota demasiado habitual. El Papa Bergoglio (lo menciona explícitamente en su carta) fue, entre los años 1964 y 1965, profesor de literatura para los alumnos de los dos últimos cursos del antiguo bachillerato en un colegio de jesuitas de la ciudad argentina de Santa Fe.

La vida, sí, tiene sus paradojas. En un momento en que las humanidades no están en alza en nuestra enseñanza; en que la gente jovencita ya no liga citando a Rilke ni a Nietzsche sino quitándole el coche a su padre; en el que ninis y pitagorines coinciden en que no leen un libro ni así los maten porque no se despegan de la pantalla del smartphone, o del ordenador y en el que los valores más deontológicos que reciben en el mejor de los casos son los de prepararse para ganar dinero en un mundo difícil y competitivo, tendría su gracia que la buena literatura, que horrorizaba a los curas de mi época, les llegara a través del confesionario. En mi generación quienes leíamos éramos los estudiantes de izquierdas. Tendría gracia, sí, que hoy los leídos fueran los más de derechas, los que aún van a misa. Sería el remate de las paradojas que nos reporta este extraño tiempo.

Otra paradoja: El Papa Bergoglio insiste en su carta en homologar a los sacerdotes con los poetas. Yo me he acordado de Manuel Machado, un autor que escribió poemas de un gran fervor religioso, pero al que no se le ocurrió identificar su oficio con el sacerdocio sino con otro algo menos casto en un célebre verso: «Hetairas y poetas somos hermanos».