Juan Carlos Girauta-ABC
- «Los que no estén conspirando contra Ayuso, bien harían encomprender que nunca serán aceptados por el mainstream mediático. Salvo que trabajen contra los suyos, usen la jerga de los sedicientes progresistas, enfaticen causas ajenas y renieguen de sus principios tres veces antes de que cante el gallo»
Mediaba la segunda legislatura de Aznar cuando Zapatero, aupado al liderazgo socialista contra pronóstico en 2000, mostró su verdadero rostro. El hoy lobista del régimen de Maduro reveló por fin a Caperucita que su boca era tan grande para comerse mejor la fértil democracia española. La primera y descarnada etapa del lobo va del «Nunca máis» al «Pásalo» del 13-M, hitos, como la gala de los Goya del «No a la guerra», que jalonan la visita del PSOE a un añorado escondite moral: la gradual deslegitimación de media España. Que Aznar se impusiera un límite de dos legislaturas fue algo virtuoso sobre el papel, sin contexto, pero debilitó fatalmente a una derecha aún unida bajo las mismas siglas. No porque perdiera fuerzas, sino porque provocó la falta de reacción de quien se sabía un pato cojo, por usar la jerga política estadounidense.
No había un solo líder entre los tres nombres que Aznar barajó para sucederle. Que Rato habría sido peor opción lo sabemos a la luz de hechos que entonces desconocíamos, pero que Aznar pudo intuir o colegir. Que Mayor no habría aglutinado a medio plazo a toda la España ajena a la izquierda parecía más evidente. Lo que nadie podía imaginar es que cuatro años después del fatídico 2004 (inicio de los gobiernos tripartitos en Cataluña, atentados de los trenes) el elegido por mérito o descarte iba a invitar a liberales y conservadores a abandonar las siglas paraguas para cubrir al PP con una sombrillita de cóctel. Aquella incomprensible renuncia, coetánea al descarte de María San Gil previa miserable operación de fuego amigo, acabaría propiciando la aparición de dos partidos por puro horror vacui. Uno de corte liberal progresista de alcance nacional -el Ciudadanos expandido por Movimiento Ciudadano-, otro de cariz conservador para canalizar el hartazgo de una derecha sociológica profundamente incómoda con la política rajoyesca de no hacer política: Vox.
Desde sus gobiernos, Zapatero despliega sin disimulo una estrategia mitad deliberada (sentido tradicional de la estrategia) y mitad emergente (sentido de la estrategia más adecuado a grandes cambios rápidos). El líder socialista se había hecho con el partido más longevo de España torciendo las previsiones de Felipe González y su vieja guardia, que apostaban por Bono, un pragmático incompatible con el agasajo a los nacionalistas. Nadie de quien cupiera esperar la voladura del sistema primorosamente urdido y armado en la Transición. Pero el destino reservaba otro camino a España, y Zapatero en el poder fue explícito en un punto clave cuya enormidad pasó desapercibida a casi todos los analistas del momento: sostuvo que nuestra democracia entroncaba directamente con la Segunda República.
Extrañamente, apenas se atendió a quienes entonces advertimos de la lógica consecuencia del entronque: condenaba elementos constitutivos de nuestro marco convivencial, como la Monarquía parlamentaria o la ley de Amnistía. Pero sin el compromiso de la izquierda con esta -simbolizado por Marcelino Camacho-, o sin la férrea resolución juancarlista de instaurar un impecable Estado democrático de Derecho, la historia de nuestros últimos cuarenta y cuatro años flota en un universo paralelo de ficción.
Pues bien, fue la ficción zapaterina la que avanzó hasta hacer posible lo que solo ahora parece entender la mayor parte del mundo conservador, y un trozo del liberal. Fue la ficción lo que se materializó, sustituyendo en las mentes de una masa crítica de españoles los hechos desnudos que configuraron nuestro acceso a un sistema constitucional. Esa ficción ya está realizada si Juaristi acierta al dar por muerta nuestra democracia liberal, o casi lo está si otros tenemos razón. En ella no ha existido la transición de la ley a la ley; la Constitución fue elaborada bajo coacción invencible; las leyes deben ser corregidas y reinterpretadas por jueces progresistas hasta que digan lo que asiste a su ideología; la derecha no es legítima y así deberá recordarse cuando vuelva a ganar las elecciones, reeditando lo que sucedió cuando la CEDA entró en el gobierno (nuestro sistema entronca con la Segunda República); existe una deuda histórica con Cataluña y se impone una negociación fuera de los parlamentos, sin excluir el derecho de autodeterminación; la ETA fue un movimiento político enmarcado en el antifranquismo que quizá se equivocó en los métodos pero que tenía sus razones, así que renombrada y sin armas es un socio aceptable en tanto que el PP es un partido fascista. Etcétera.
No vale la pena perder un minuto refutando estos extremos. Quien los crea es un caso perdido. Además, la izquierda no atiende argumentos ya que se comunica por eslóganes. Tampoco puede permitirse la derecha seguir perdiendo el tiempo con la defensa de lo evidente, o con la insistencia en el doble baremo. Nada más desalentador que la cantinela «Si el PP hiciera lo mismo…». De hecho, la derecha no puede ponerse a la defensiva. Ahí es donde la quieren, y donde siempre perderá. Como oposición, que invierta su tiempo en retratar al Gobierno, que saque una lupa de entomólogo y lo explique. Y que exponga su proyecto usando su propio lenguaje. Si es que quiere, claro, competir en igualdad de condiciones y volver a gobernar algún día. Seguro que es el caso de Casado. Pero, ¿y el resto de ellos? Los que no estén conspirando contra Ayuso, bien harían en comprender que nunca serán aceptados por el mainstream mediático. Salvo que trabajen contra los suyos, usen la jerga de los sedicientes progresistas, enfaticen causas ajenas y renieguen de sus principios tres veces antes de que cante el gallo.