ABC 20/10/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· El País Vasco y Navarra están repletos de pueblos donde ETA ejerce el poder con todas las bendiciones
CUANDO ETA asesinó a mi primo Rafa, a principios de los noventa, sus voceros políticos y periodísticos, adscritos a lo que entonces se llamaba Herri Batasuna y Egin, difundieron la calumnia de que su muerte obedecía a su condición de narcotraficante. En realidad, los asesinos a sueldo de la banda lo habían confundido con otra persona (no diré con quién) y, una vez cometido el error, era preciso buscar una «justificación» para el crimen, aunque fuese a costa de manchar la memoria de la víctima después de haberle arrebatado la vida. Para ese y otros menesteres semejantes estaba siempre dispuesta la «leal infantería» legal; los siervos de la serpiente revestidos de honorabilidad social.
Durante largos años, antes y después de aquello, los españoles padecimos el azote de los pistoleros unido a la frustración de contemplar, impotentes, la impunidad con la que sus cómplices rentabilizaban esa sangre. A los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, en particular a la Guardia Civil, les costó varios lustros de trabajo y algunos centenares de muertos acumular pruebas suficientes para conseguir que la Justicia ilegalizara el complejo entramado político-empresarial con el que la organización criminal protegía y apoyaba a su estructura armada en la persecución de un único fin consistente en quebrar la unidad de España. Luego llegó el 11-M, ganó las elecciones Zapatero y abrió una negociación secreta con una partida de encapuchados prácticamente derrotada merced a ese ingente esfuerzo. Una negociación que incluyó cesiones sustanciales en el ámbito de la dignidad democrática, la primera de las cuales fue devolver la condición de partidos respetables a lo que eran y siempre habían sido tentáculos de una red terrorista que iban cambiando de nombre. Una negociación cuyos términos suscribió «de facto» el Partido Popular a partir de 2008, lo que explica que nadie haya movido un dedo para expulsar de las instituciones a las fuerzas que jamás han condenado la violencia etarra y cuyos representantes siguen ejerciendo la misma repugnante tarea que desempeñaron antes que ellos los matones de Herri Batasuna. Idéntica labor de justificación de lo injustificable, siembra de odio a lo español e intimidación de los discrepantes.
En Alsasua gobierna Geroa Bai con la asistencia de Bildu, heredera de los malnacidos que difamaron a mi primo Rafa. En Alsasua no hay libertad de expresión ni de voto, ni siquiera de acceso a un local para tomarse una copa, si uno es miembro de la Benemérita. En Alsasua todo el mundo se conoce y abundan los chivatos dispuestos a denunciar cualquier desviación del sectarismo dominante. En Alsasua ETA ya no mata, pero tampoco deja vivir a quien rehúsa adherirse a los imperativos de la banda. Por eso hay que considerar un héroe al concejal de UPN que se quedó solo en su negativa a suscribir el infame comunicado equidistante con el que la corporación local condenaba «la violencia, venga de donde venga», después de que dos guardias civiles y sus parejas fuesen brutalmente apaleados por una horda de salvajes. Hoy, exactamente igual que ayer, los voceros de la serpiente tratan de enfangar el buen nombre de esas víctimas esparciendo la teoría de la «pelea de borrachos», al constatar la indignación que ha producido en la sociedad su alarde de cobardía. Y la mayoría allí se tragará esa patraña.
Alsasua ha saltado a los medios porque en esta ocasión la «kaleborroka», más viva que nunca, se ha ensañado con dos agentes del Cuerpo más querido por los españoles, pero no es en absoluto un caso único. El País Vasco y Navarra están repletos de pueblos donde ETA ejerce el poder con todas las bendiciones.