Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 19/10/11
Cuando ETA mató al bebé que era Begoña (1960), a Dylan aún no se le había roto hermosamente la voz. Cuando ETA mató al guardia civil que era Pardines (1968), las homilías de un sinnúmero de misas y funerales enaltecían la figura de Echevarrieta, su asesino; una suerte de Cristo redivivo, nos decían. Cuando ETA mató al policía que era Melitón (1968), el PNV de la atildada pose escribía un comunicado que legitimaba la lucha armada. Cuando ETA mató al presidente del Gobierno que era Carrero (1973), se tiraban las bufandas al aire y se entonaba el «voló, voló, voló». Cuando ETA mató a las trece personas que eran las que trabajaban, comían o tomaban una taza de café en la cafetería Rolando (1974), Cohen aún no había ingresado en un monasterio budista… Qué molestos son los eran, sobre todo cuando al mirarlos nos devuelven la imagen especular de nosotros mismos como colaboradores necesarios. Han pasado cinco siglos desde que Castellio le espetara estas palabras a Calvino: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe».
Son ya décadas las transcurridas desde que las sociedades vasca y española dieron por amortizadas las vidas quemadas en el altar nacionalista durante la dictadura. Ahora, por lo visto, no contentos con aquel imborrable borrón y cuenta nueva, quieren que la amortización llegue hasta nuestros días. Advierte Kundera cómo al hombre lo separan del pasado, incluso del de hace unos instantes, dos fuerzas que de forma inmediata y de consuno hacen su labor: la fuerza del olvido -borrando- y la fuerza de la memoria -transformando-. De eso se trata ahora: de borrar y de transformar. No hay día en que no aparezca algún sinsustancia acomodaticio de ánimo equilibrado que desde su monopolio de los buenos sentimientos no nos exhorte a ello. Es más, en un momento de recortes por doquier, hasta los importamos. Por cierto, ¿quién paga todo esto?, pues como reza el dicho: «El que paga al gaitero elige la canción». Y a las víctimas, esos 858 eran, como se resisten a ser borradas nos las presentan como incorregibles seres resentidos que no están, nos aseguran, a la altura de los nuevos tiempos; remedos de Shylock reclamando su libra de carne.
«Lucien se encontraba en la situación de aquel pescador, quien, queriendo ahogarse en pleno océano, cae en medio de un país submarino y le hacen rey», dice Balzac de su Lucien de Rubempré. Y son legión, por increíble que pueda parecer, los campanudos socorristas que, pisándose entre ellos pasa salir en la foto de la nada, corren para asistir y entronizar al ahogado sin querer darse por enterados de que la voz de Dylan ya está hermosamente rota y de que Cohen ya se hizo desordenar como monje budista. Los colaboradores necesarios siempre llaman dos veces.
Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 19/10/11