Francisco Sosa Wagner-El Mundo
El autor repasa la forma en que ha sido tratada la ‘cuestión catalana’ en diferentes momentos de la Historia, desde mediados del XVII hasta hoy, cuando el presidente del Gobierno dice haber encontrado la solución.
El reinado estudiado por Alvar resulta del máximo interés en la actualidad por muchas razones. No hay más que leer las páginas dedicadas a los proyectos de reforma integral del Estado que se plasman en Memoriales, Reformaciones, Reputaciones y escritos arbitristas variados para percibir el alcance de la preocupación de una clase política deseosa de corregir las prácticas instauradas por el tercero de los Felipes y por la «cleptocracia» personificada en el duque de Lerma: «A nadie se le ocultaba que se quería reformar –escribe el autor–. Se sentía la necesidad. Se deseaban las reformas que dieran aire a Castilla y obligaran a los demás. Solo un gobierno valeroso sería capaz de ponerse manos a la obra».
En ese marco se inscribe la lucha contra la corrupción pues hasta el propio Nuncio cobraba por dar audiencias y el duque de Lerma se hizo cardenal para huir de la Justicia real, «una suerte de aforamiento, a su manera y en sus tiempos, de entrar en un Senado diferente». «Como corresponde a todo nuevo Gobierno que se precie –resume Alvar– ha de actuar sumaria y ejemplarmente contra la corrupción». Al final todo quedó en cuatro retoques superfluos sin que se inmutaran las prácticas de quienes controlaban realmente las palancas burocráticas del Imperio y, sobre todo, a un mezquino ajuste de cuentas entre las dos grandes familias del momento, los Guzmanes y los Sandovales «disfrazado todo –eso sí– de mil y una aseveraciones morales o éticas».
Si esto nos suena tanto es porque la Historia, no lo olvidemos, tal como resume Cervantes en el Quijote (I, IX), es «émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir».
Por eso nos sirve para recordar que estamos ante los años que conocen nada menos que la sublevación de Cataluña (1640). Alvar es muy claro al analizarla: «Los esfuerzos para contar con Cataluña –mejor dicho, con las oligarquías urbanas, con los hidalgos rurales, con el campesinado– en el entramado del Imperio habían sido baldíos tantas veces cuantas se intentó». Así en 1626 y 1632 se negaron lisa y llanamente a participar con el rey en los términos que él había pedido y necesitaba. Y añade el autor: «Lo del victimismo y la queja no es nuevo; tampoco su alimento por la historiografía nacional o extranjera. Suele argumentarse que los catalanes estaban dolidos entonces porque el rey solo se acordaba de ellos cuando Castilla fallaba. Tal aseveración es simpática: si el rey se acuerda de un territorio para ir a visitarlo, malo porque va allí y estaban más tranquilos sin tanta presencia real; y si el rey pide ayuda a los habitantes de un territorio malo también porque va contra sus fueros involucrarse en guerras por Europa». El conflicto bélico desatado ofrece elementos para la meditación que no son de este lugar, aunque, como resume con contundencia Alvar, «suele ser frecuente invocar el pasado normativo para ocultar el latrocinio de las oligarquías». Al final, ya se sabe, en 1652 acabó el episodio no sin haber percibido los catalanes lo que les esperaba si hubieran sido acogidos por la benévola monarquía francesa. Quevedo lo señaló: «Debiera advertir Cataluña que el mudar señor no es ser libres sino mudables» (La rebelión de Barcelona. Ni es por el güevo ni es por el fuero). Felipe IV, que podía haber hecho tabla rasa de los fueros –«laberinto de privilegios», de nuevo Quevedo dixit– los rebañó solo en lo indispensable para asegurar la prerrogativa real.
Estamos a mediados del siglo XVII. Pasan los siglos, huyen las nubes, se acumulan los sueños, se diluyen los crepúsculos, se inventan cachivaches y artilugios nuevos… y llegamos al siglo XX cuando en el mismo lugar, España, se proclama una República (la segunda en su historia) y se decide por el flamante poder constituyente restaurar la justicia, atropellada desde tiempo inmemorial, desmontando el centralismo tradicional y el Estado jacobino. Se crea así una nueva arquitectura constitucional que ha de acoger la autonomía de algunos territorios, entre ellos, claro es, Cataluña. Las reticencias frente a la disgregación de España se hacen explícitas entre los próceres pero hay un hombre, de anchos conocimientos y férrea autoridad, que se alza en la tribuna para disiparlas apostando por favorecer las históricas pretensiones catalanas. Se llamaba Manuel Azaña y, a tal efecto, pronuncia una serie de discursos, que han sido hace unos años recordados con oportunidad por García de Enterría, de entre los que entresaco estas palabras, de una expresividad tan bella como contundente: «Lo que importa es navegar… para esta navegación no os basta llevar el timón de la nave sino que es preciso sacar del pecho el aliento que ha de impulsar las velas. Pecho al porvenir y revestíos de arrojo para ensayar, del arrojo grave de los hombres responsables que saben para lo que están en la vida, y estad vigilantes para saludar jubilosos a todos las auroras que quieran despegar los párpados sobre el suelo español». (Por cierto, ¡cómo nos quedaríamos los españoles de hoy si oyéramos esta calidad oratoria en el Congreso de los Diputados!).
Pues bien, cuando pasan pocos años, a ese mismo Azaña –y lo deja consignado en el Cuaderno de la Pobleta (mayo de 1937)– «le escandalizan las muchas y muy enormes pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de chantajismo que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República». Y también: «Republicanos circunspectos, moderados, que en las Cortes se resistían a votar el Estatuto, han dicho ahora en sus discursos o en conversaciones privadas conmigo que España sería una federación de repúblicas, con lazos muy débiles, entrando y saliendo de la Federación libremente…». Y exclama quien era el presidente de la República: «¡Liviandad de las cabezas sin pensamiento propio, a merced del viento que sopla! Lo tengo a gran disparate… Claro está que si al pueblo español se le coloca en el trance de optar entre una federación de repúblicas y un régimen centralista, unitario, la inmensa mayoría optaría por el segundo».
EN EL VERANO de 1937 pasaron por Barcelona representantes destacados del Gobierno vasco tratando de proclamar una especie de «eje Barcelona-Bilbao, caricatura –dice Azaña– que significaba que los nacionalistas vascos y catalanes harían un frente común contra el Gobierno de la República».
De nuevo huyeron las nubes, se acumularon los sueños, se diluyeron los crepúsculos, se están inventando ¡y cómo! cachivaches y artilugios nuevos… Y llegamos al último tercio del siglo XX, y a los comienzos del XXI, y al Gobierno Zapatero dispuesto a aceptar sin rechistar lo que los nacionalistas catalanes propusieran desde su Parlamento, y vino la operación diálogo con un político conservador propulsándola y una alta funcionaria del Estado ejecutándola… Desde una «inadmisible deslealtad» (Felipe VI) se proclamó la República catalana y se aprobaron unos engendros llamados leyes para «desconectar» aquel territorio del resto de España y se han iniciado procesos penales contra quienes se han sublevado contra la Constitución y… ¿para qué seguir?
Menos mal que ahora, hace unos días, don Pedro Sánchez, el mismo que ha renunciado a enderezar la financiación autonómica y que acepta continuas bravatas de las autoridades catalanas, ha anunciado desde el ambón del Congreso que nadie se alarme, que todo está encarrilado y encontrará su adecuada solución promulgando «un nuevo Estatuto de Autonomía».
Podemos (y no va con segundas emplear esta forma del verbo poder) los españoles respirar tranquilos.
Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y escritor.