Ignacio Camacho-ABC

  • En su empeño de polarizar el drama palestino, el sanchismo ha transformado un debate semántico en un cisma político

En una nueva demostración de su hegemonía en la creación de marcos de conversación pública, el sanchismo ha conseguido transformar un debate semántico en un cisma político. Como la masacre de Gaza suscitaba en la sociedad española un consenso moral extendido, la factoría de polarización de la Moncloa se las ha apañado para encontrar un motivo de discordia, capaz de proporcionarle beneficios propagandísticos. La trampa, bastante elemental, consiste en aferrarse a la palabra ‘genocidio’ –cuyo uso resulta, por razones obvias, especialmente hiriente aplicado al Estado judío–, mediante una deliberada confusión entre el sentido figurado, que la Academia admite como sinónimo de masacre o aniquilamiento masivo, y el jurídico. Y la derecha ha picado el señuelo, de tal modo que, al eludir el término maldito en el contexto del conflicto palestino, parece haberse convertido, a ojos de significativos sectores de opinión, en blanqueadora de un exterminio. El truco canta de lejos, pero ha servido para meter a la oposición en un lío, porque la mayoría de la población no distingue la sutileza del casuismo ni sabe si la Corte de la Haya se tiene o no que pronunciar sobre la pertinencia del sustantivo. Y la existencia de un informe de la ONU complica aún más el pleito lingüístico. El derecho internacional, con sus complejos tecnicismos, tiene poco que hacer ante la fuerza de convicción de los significantes sencillos.

Ahora cambiemos de escenario, que no de tema, porque, dado que el horror de la matanza gazatí no lo cuestiona nadie, el fondo de la controversia es la diferencia entre el lenguaje de las leyes y el de la calle. Si una línea aérea en dificultades patrocina actividades privadas de la esposa de Pedro Sánchez, y este preside la reunión del Gobierno que decide prestar a la dicha compañía cientos de millones a título de rescate, los ciudadanos pueden pensar, con lógica, en un conflicto de intereses flagrante. Sobre todo cuando el jefe del Ejecutivo tiene a su alcance la posibilidad legal de ausentarse, para espantar hipotéticas, aunque legítimas, susceptibilidades. Sin embargo, el concepto de ‘conflicto de intereses’ cuenta con una definición jurídica concreta, con determinados parámetros de encaje, que corresponde determinar a una comisión específica –casualmente integrada en la estructura de Presidencia–, y, en su caso, a los tribunales. A simple vista, el episodio es lo que parece, al margen de vericuetos administrativos o formulismos judiciales: una colisión ética objetiva, una comprometida situación de parcialidad aparente o manifiesta, una interferencia entre las responsabilidades públicas y las relaciones particulares, que en cualquier democracia se considera inaceptable. Eso, sin entrar en detalles como ciertas conversaciones demostradas entre las partes. Y es que, salvo para los nominalistas medievales, las cosas son como son, se llamen como se llamen.