De golpe, el frío

GABRIEL ALBIAC – ABC – 17/09/15

· Quien metió la palabra «nacionalidad» en la Constitución del 78 activó la espoleta.

De golpe, llega el frío. Así como –de golpe y sin remedio– la realidad que pospusimos se ríe de nosotros. «Sigo aquí», nos dice. Pasado el tiempo sin tiempo del estío. Y todo vuelve a ser reloj de cuerda disparada: un vértigo de agujas que giran inarmónicas. Es el fin de las fantasías que hicieron nuestra complacencia. Ya nada es indolente. Hay veces, como ahora, hay veces –son muy pocas, por fortuna– en que todo confluye sobre un instante crítico. Después del cual nada será lo mismo; es lo único que sabemos de ese horizonte ciego: que, más allá, sólo hay lo imprevisible. Puede ser que esas sean las únicas encrucijadas fascinantes.

Fascinantes para quien pueda verlas en la historia, esto es, en la larga distancia del pasado. Pero, en presente, son los nombres del infierno. ¿Quién hubiera deseado estar en Constantinopla en mayo de 1453? ¿Quién, tener que asistir a la destrucción de su biblioteca? ¿Quién, presenciar la luz de las hogueras que, en las universidades alemanas, hicieron ceniza de Freud, Marx, Koestler, Döblin, Mann, Zweig, en 1933? La epopeya no exalta más que en la distancia. Verla venir sobre nosotros tiene, en tiempo presente, la pegajosa pringue de la mugre.

En Cataluña, todo ha sucedido. Ya. Y esto que viene ahora sólo alza el acta. De un suicidio. Larga y prolijamente consumado. Suicidio de la razón, con evidencia, en el altar de esa deidad oscura del sentimentalismo atroz de sangre y tierra. Suicidio material, también: el de gentes que van a despertar de ese sueño inducido, no en el esplendor arcádico que les prometieron, sino en la soledad marginal que es, en el mundo del siglo XXI, garantía de pobreza. Pero es esto tan duro, tan impensable, que ninguno de nosotros acaba, en el fondo, de aceptar que viene. Ninguno de nosotros. De quienes viven en esa Cataluña que será nada tras su «desconexión» de España y, por tanto, de la UE. Y, no en menor medida, de quienes vivimos en esta España que será confrontada a un dilema con pocos precedentes: renunciar a los dos tercios de su frontera terrestre con Europa o constatar un casus belli de manual. Si se llega ahí, no habrá ya alternativa que no sea pésima.

Pero ¿cómo pudimos llegar a esto? La pregunta ha sido hecha tantas veces en la historia… Tantas cuantas un mundo se vino abajo: lo cual, como el gran Guicciardini supiera en el siglo XVI florentino, no es nada extraordinario, salvo por el molesto detalle de que bajo sus cascotes quedamos nosotros. ¿Que cómo fue posible? Siempre del mismo modo. En las caídas imperiales de Occidente y Oriente, que Gibbon narrara con suprema belleza, como en la hecatombe centroeuropea de hace tres cuartos de siglo. ¿Cómo? Negándonos a verlo. Y soñando con que alargar el pudrimiento de las cosas pueda solucionar algo. Siempre fue así, porque así son los humanos: fugitivos de sí mismos. No íbamos a ser la excepción nosotros.

Quien metió la palabra «nacionalidad» en la Constitución del 78 activó la espoleta. A un largo plazo que, tal vez, se le antojó infinito; nada lo es en las cosas de los hombres. Y el infinito es hoy. «Nacionalidad» no era usada, en rigor, como palabra; palabro, como mucho: jerga. Sin otro contenido que aquel que, quien tuviera medios para hacerlo, quisiera atribuirle. Violar el diccionario es, al final, la corrupción que más cara se paga. Puede que eso nadie lo viera entonces. O no quisiera verlo. El ingenioso artilugio para ir ganando tiempo gestó este monstruo. El tiempo se acabó. Y, tan de golpe, llega el frío.

GABRIEL ALBIAC – ABC – 17/09/15