Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 24/1/12
El pasado viernes de tambores mojados, me acordaba del doctor Jean Itard y de Víctor, su niño salvaje. Ya saben, ese niño del siglo XVIII encontrado en los bosques de Aveyron al que nuestro doctor se propuso enseñar a hablar y a comportarse moralmente. Y me acordaba tras ver insertada en la prensa la esquela en memoria de Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA hace ya 17 años -el 23 de enero de 1995- y tras leer y escuchar a su mujer, Ana Iríbar, esa mujer con la vida en puntos suspensivos desde aquel lunes de enero en el que a su marido le congelaron a los 37 años, arrebatándole el derecho a envejecer: «Cada vez que miro a su hijo me acuerdo de él y siempre me pregunto por qué le han privado de su presencia en los momentos más importantes de su vida».
El doctor Itard encerraba al pequeño Víctor en un armario cada vez que hacía algo malo. Cierto día, sin embargo, decidió encerrarlo sin que lo hubiera hecho para así averiguar si había despertado su sentido moral. Al abrir el armario para liberarle, el niño mordió la mano del doctor. Y el dolor de ese mordisco fue para Itard la mejor de las caricias. La huella de los dientes en su mano hablaba de que Víctor poseía tanto un sentido de la injusticia como un sentido de la justicia y, en consecuencia, era un ser humano. En este sentido, la esquela de Ordónez y las palabras de Iríbar son o deberían ser para la sociedad vasca, en este ambiente de pasar página, como el mordisco del niño para el doctor: una huella y un dolor necesarios. «Son heridas que no pueden cicatrizar mientras ETA no haya desaparecido del mapa y no se juzguen todos los casos pendientes. Si hay algo que me ha aportado consuelo es saber que sus asesinos han sido juzgados y que están cumpliendo condena», nos dice Iríbar. Se sabe que siempre es más fácil ver en las aflicciones de los demás una desventura que una injusticia, pues es siempre más cómoda la resignación que la responsabilidad y la búsqueda de la culpabilidad tanto individual como social. Pero Ana Iríbar y otras tantas víctimas del terrorismo se rebelan -aunque sus heridas nunca podrán ser restañadas- contra esa resignación acomodaticia de «las cosas son como son», del «es lo que hay», contra las interesadas e inicuas prisas de algunos para archivarlas en el armario del olvido.
Señalaba Jean Améry: «Lo pasado, pasado: he ahí una sentencia tan verdadera como hostil a la moral y al espíritu. La capacidad de resistencia moral incluye la protesta, la rebelión contra lo real, que es razonable sólo mientras sea moral. El hombre moral exige la suspensión del tiempo; en nuestro caso, responsabilizando al criminal de su crimen. De esa guisa, este último podrá, consumada la revisión moral del tiempo, relacionarse con la víctima como semejante». Eso y no otra cosa son el mordisco del pequeño Víctor, las palabras de Iríbar y la esquela de Ordóñez.
Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 24/1/12