ABC 16/01/17
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Es como si en España hubiéramos pretendido arreglar los desaguisados de Zapatero encumbrando a Iglesias
PUEDO comprender y compartir muchas de las críticas que se han hecho al mandato de Barak Obama. Se equivocó al restablecer relaciones con la dictadura castrista sin exigir la más mínima concesión democrática a cambio; se equivocó en el acuerdo con Irán, carente de suficientes garantías; se equivocó probablemente en los tiempos y modos del «Obamacare», un plan de cobertura sanitaria mínimo e incluso deficiente para la mentalidad europea, demasiado gravoso a ojos de una sociedad individualista y competitiva como es la norteamericana, reacia a la solidaridad impuesta por el Estado. Comparto igualmente el hartazgo de muchas personas con la dictadura del pensamiento políticamente correcto establecido por ciertos medios de comunicación desde su pretendida superioridad moral. Asumo que Hillary Clinton, representante de una «casta» política percibida como compendio de corrupción, autocomplacencia y desprecio por el votante, no era la mejor candidata demócrata. Pero de ahí a jalear a Donald Trump… Es como si en España hubiésemos pretendido arreglar los desaguisados de Zapatero encumbrando a Pablo Iglesias. Tratar de salir del fuego huyendo de cabeza a las brasas.
Paso por alto sus modales de matón, su machismo tabernario («si eres famoso las mujeres te permiten agarrarlas por el co…») o la xenofobia que exhibió durante la campaña electoral, tildando repetidamente a los mexicanos que cruzan el Río Grande de «narcotraficantes, violadores o asesinos», despreciando la lengua española y anunciando que las fronteras se cerrarán radicalmente a los musulmanes. A todos. Tales vómitos dialécticos podrían hipotéticamente enmendarse con los hechos. Pero es que sus promesas, las políticas que anuncia, han sido ensayadas ya sin cosechar más que fracasos o resultan directamente imposibles de llevar a cabo. La historia se ha encargado de demostrar que su demagogia conduce a desastres mayúsculos, a pesar de lo cual brota y rebrota una y otra vez a ambos lados del Atlántico.
La fórmula mágica del magnate devenido en presidente, que se dice libre de la presión de los lobbies, tiene tres pilares. En política exterior, ser fuerte con el débil y débil con el fuerte; esto es, apaciguar con amigos como Rex Tillerson (nuevo secretario de Estado procedente de un gran lobby petrolero) y palabras conciliadoras al líder ruso, Vladímir Putin, aceptando su agresión a Ucrania y las que puedan sufrir las repúblicas bálticas, mientras se humilla al vecino del sur con el mantra «vamos a construir un muro y lo vais a pagar vosotros». En política económica, levantar barreras aduaneras destinadas a proteger a la industria estadounidense, bajar los impuestos y completar un gran programa de obras públicas que, asegura, saldrá gratis al contribuyente. En política de seguridad, acabar con Daesh en cien días, sin especificar cómo.
La experiencia demuestra que nada contribuye más a la paz y el progreso que la multiplicación de intercambios y que la única forma de frenar la inmigración ilegal es fomentar el desarrollo de los países pobres, aunque ello suponga más competencia, pero él prefiere negar evidencias desagradables, como, por ejemplo, la del cambio climático. Y eso cautiva a su electorado. El mensaje de Trump es tentador: «Hagamos América de nuevo grande». América y sus riquezas, para los americanos. En Francia, Marine Le Pen, «en nombre del pueblo», abraza el mismo discurso prometiendo obligar a los fabricantes de automóviles a desmantelar sus fábricas de España y llevárselas de nuevo a suelo patrio. Nigel Farage, desde el Reino Unido, impulsó un repliegue parecido con el Brexit, dejando a millares de españoles en el limbo. Y todavía hay quien aplaude. ¡No lo entiendo!