- El autor, vocal del CGPJ, analiza el informe en el que el Tribunal Supremo se opone al indulto de los líderes del procés.
La proximidad de la decisión del indulto solicitado para los condenados por los delitos de sedición y malversación de caudales públicos con ocasión de la preparación y ejecución del supuesto referéndum del 1 de octubre de 2017 en Cataluña, que llevaba ya unos meses tramitándose, se ha hecho evidente por tres episodios que han coincidido en esta misma semana.
Uno lo ha protagonizado el presidente del Gobierno de España que, desde Bruselas, ha explicado que los buenos sentimientos y la concordia están en la Constitución, pero no la venganza y la revancha.
Coincido plenamente con él… en términos generales. Otra cosa es que, en el caso concreto, se califique de venganza y revancha el cumplimiento de una sentencia. Creo que no es difícil convenir que resulta extraño calificar de venganza y revancha lo que es la confirmación de la vigencia del Estado de derecho que, a la postre, se concreta en que todos, y sobre todo los responsables públicos, están sujetos al derecho y asumen las consecuencias de sus actos ante los tribunales. Se me ha hecho evidente que, más allá del acierto del argumento, se anticipa la justificación de una respuesta positiva a las peticiones de indulto.
Otro ha sido el presidente de la Generalitat, de reciente toma de posesión, que ha venido a decir que los condenados aceptarán lo que se les dé, pero lo que toca es una amnistía.
Y el último ha sido el informe de la Sala Segunda del Tribunal Supremo hecho público ayer, que afirma de manera rotunda que no concurren razones de justicia, equidad o utilidad pública que justifiquen el ejercicio de la prerrogativa de indulto por parte del Gobierno. Menos aún cuando resulta manifiesto que no existe arrepentimiento alguno por parte de los condenados.
Amnistía, indulto, justicia, utilidad pública, arrepentimiento, venganza, Estado de derecho, prerrogativa. Muchas piezas en el puzle para la confusión de la opinión pública, aunque tampoco son tan difíciles de encajar. Es una cuestión de orden. Vayamos de una en una.
Las amnistías se aplican para dejar sin efecto las condenas de una dictadura cuando se transita a un régimen democrático
Amnistía e indulto son dos cosas muy diferentes. La amnistía es un aquí no ha pasado nada o un nadie hizo nada mal que mereciese un castigo. De hecho, se suele aplicar cuando se considera que quien lo hizo mal fue precisamente quien castigó. Se entiende así el planteamiento del presidente de la Generalitat.
Esa es la razón por la que las amnistías se aplican para dejar sin efecto las condenas de una dictadura cuando se transita a un régimen democrático, porque esas condenas dejan de considerarse legítimas. Aunque la figura tiene sus riesgos, como recuerda el Tribunal Supremo en su informe: también se han aprovechado de las amnistías los responsables públicos que delinquieron durante las dictaduras, incluso los que arrojaron a personas narcotizadas al océano desde aviones, como sucedió con las leyes de punto final argentinas de tan mal recuerdo.
El indulto es otra cosa. El indulto es perdón. De hecho, es común que al indulto se le denomine perdón presidencial en muchos países latinoamericanos y también en los Estados Unidos de América (presidential pardon). Y lo que nuestra Ley de Gracia e Indulto de 1870 regula es precisamente eso, un perdón o, como dice el María Moliner, no responder con reciprocidad cuando se recibe un agravio o se es objeto de falta de la estimación o el cariño por parte de alguien.
Si el indulto es perdón, se entiende que la ley exija que para que haya indulto exista una condena firme, porque sólo así puede haber realmente una ofensa que perdonar. Y si el indulto es perdón, se entiende también la importancia del arrepentimiento para que pueda ser concedido: otra vez según el María Moliner, el arrepentimiento consiste en sentir haber hecho algo por ser una mala acción o por el daño causado. Esa importancia es destacada en la ley, hasta el punto de exigir que el tribunal sentenciador que tiene que emitir informe alerte al Gobierno sobre si existen pruebas o indicios de arrepentimiento.
Y quedan por añadir las piezas de la prerrogativa del Gobierno y su encaje en el Estado de derecho. Según nuestra Constitución, el indulto lo concede formalmente el rey pero, como corresponde a un monarca constitucional, en los términos de la ley, que materialmente reconoce esa prerrogativa al Consejo de Ministros.
Su encaje en el Estado de derecho se realiza a través del respeto a los requisitos establecidos en la ley: el Estado de derecho implica la sumisión de todos a la ley y a sus consecuencias en caso de infracción, cuya responsabilidad se exige ante los tribunales. Eximirse de una condena puede parecer, en principio, la negación del Estado de derecho. La legitimidad del perdón, por lo tanto, sólo puede residir en la propia ley.
El arrepentimiento no aparece de manera explícita en la ley como un requisito, sino como un aspecto sobre el que el tribunal debe informar
Así lo ha destacado el Tribunal Supremo en su jurisprudencia. La decisión de perdonar es un acto político del Gobierno no susceptible de control por los tribunales, pero lo que sí pueden y deben controlar son los aspectos reglados, es decir, los concretos requisitos formales y materiales exigidos por la ley cuyo respeto es lo que permite diferenciar el ejercicio legítimo de una prerrogativa respecto de la pura y simple arbitrariedad.
Para que el perdón sea legítimo es necesario, según la ley, que se siga el procedimiento debido y que se emitan los informes previstos en ella. Es necesario que el otorgamiento del perdón se motive. Y es necesario que la motivación se funde y explique la concurrencia de una razón de justicia, equidad y utilidad pública, y que sea posible advertir una conexión lógica entre las circunstancias que se tengan en cuenta y las razones de justicia, equidad y utilidad pública, que obviamente no cabe confundir con la oportunidad política, que nada tiene que ver con esos conceptos.
Un indulto que no cumpla esas condiciones no sería un perdón legítimo, sino una arbitrariedad manifiesta.
¿Y el arrepentimiento es un aspecto reglado, un requisito más que se debe cumplir para poder otorgar el perdón? El tema es discutible porque el arrepentimiento no aparece exigido de manera explícita en la ley como un requisito, sino como un aspecto sobre el que el tribunal sentenciador debe informar.
Sin embargo, alguien tan poco sospechoso de actitudes reaccionarias como don Francisco Tomás y Valiente, que fue presidente del Tribunal Constitucional, explicó en un conocido artículo que publicó allá por 1993, cuando apoyó públicamente el rechazo de un indulto a un condenado por rebelión, que el arrepentimiento era un aspecto reglado cuya ausencia impedía el perdón. Su argumentación no era complicada. Si el tribunal sentenciador tenía necesariamente que informar sobre la existencia, al menos, de indicios de arrepentimiento, es porque esa circunstancia debía concurrir necesariamente para que el indulto fuese concedido.
De esta forma, el arrepentimiento pasaría a ser una exigencia implícita sin la que el perdón resultaría incomprensible, y así parece haberlo entendido el Tribunal Supremo cuando afirma que “no puede hacer constar en su informe la más mínima prueba o el más débil indicio de arrepentimiento” y anuda esa circunstancia a la conclusión de que ello impide apreciar que concurran razones de justicia, equidad o utilidad pública que justifique un indulto.
La decisión de conceder un indulto es siempre una decisión compleja, pero hacerlo frente o contra la advertencia de un tribunal sentenciador de que no se cumplen sus requisitos, y más si ese tribunal sentenciador es el Tribunal Supremo, añade a la complejidad el riesgo de que un Gobierno pase a la historia no por sus buenos sentimientos constitucionales, sino por su arbitrariedad si esa arbitrariedad es posteriormente confirmada por los tribunales.
Ese es el puzle completo del indulto que está en el tablero de juego del Gobierno.
*** José María Macías es abogado, juez en excedencia y vocal del Consejo General del Poder Judicial.