Iván Gil-El Confidencial

En la calle, se asienta un nuevo ciclo de protestas de tipo destituyente, y en el Congreso, se ha pasado del tono bronco a un antagonismo cargado de violencia verbal. Son vasos comunicantes

La tensión social sigue elevándose a la par que la polarización política, actuando la calle y el Congreso como vasos comunicantes de la agitación. En la calle, se asienta un nuevo ciclo de protestas de tipo destituyente, apareciendo incluso algunos episodios puntuales de violencia física en las manifestaciones alentadas desde la ultraderecha, mientras que los diarios de sesiones de los últimos días han pasado de dar cuenta del tono bronco de las discusiones a reflejar un antagonismo cargado de violencia verbal. La oposición confronta con un Gobierno que tilda de «ilegítimo» o «criminal», mientras que desde los partidos de la coalición se responde con acusaciones de «golpismo». Todo ello, en el contexto de una crisis sanitaria, económica y social y de unos llamados pactos de reconstrucción donde el único consenso es el de subrayar los disensos. A mayores, se suma una batalla judicial en curso que ha arrojado gasolina al incendio político. Algunos analistas comienzan a definir esta situación como proceso de ‘venezuelización’.

Los últimos asaltos en el ring de boxeo en que se ha convertido el Congreso son quizá los más elocuentes para discernir el alcance del actual clima político. Si desde Vox se viene fijando el paso a los populares, principalmente a su portavoz, Cayetana Álvarez de Toledo, para intentar situar en sus discursos al Gobierno fuera del marco democrático y de la legalidad, ahora es Unidas Podemos quien acusa a los de Santiago Abascal de golpistas, buscando arrinconar al PP como meros colaboradores. «Yo creo que les gustaría dar un golpe de Estado, pero no se atreven», afirmaba el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, dirigiéndose al diputado de Vox Iván Espinosa de los Monteros. Lo hacía en el marco de la comisión de reconstrucción.

En un primer momento, mientras respondía Iglesias al diputado popular Mario Garcés, afirmó que a la formación liderada por Santiago Abascal «parece que les gustaría dar un golpe de Estado». Trataba de poner al diputado del PP en la vicisitud de elegir entre mirar atrás, junto a Vox y algunos de los fundadores de Alianza Popular provenientes de la dictadura, según relataba, o mirar hacia adelante, con un claro compromiso democrático.

En este contexto, Espinosa de los Monteros pidió la palabra en señal de protesta, reclamando el amparo del presidente de la Mesa, Patxi López. Este último dio la oportunidad a Iglesias de matizarlo, pero en su lugar se reafirmó, provocando que el dirigente de Vox se levantase de su asiento y abandonase la sala reprochando que «esto no lo voy a tolerar», ya cuando la sesión estaba a punto de concluir, mientras Iglesias apuntillaba: «Cierre la puerta al salir, señoría». El presidente de la Mesa en esta comisión, el socialista Patxi López, arrancó la sesión de primera hora de la tarde pidiendo perdón por «algunos comportamientos innecesarios» y por no haber estado «a la altura de lo que significa esta comisión». Poco después, la diputada de Vox Inés María Cañizares acusaba a los miembros del Gobierno de «pirómanos comunistas».

En el asalto anterior, la protagonista fue la portavoz de los populares, que llamó a Iglesias durante el pleno del miércoles «hijo de terrorista» y perteneciente a la «aristocracia del crimen político», como colofón a una intervención en la que también lo había acusado de «legitimar la violencia», estar vinculado a ETA o ser «discípulo de los ayatolás de Irán». Su intervención fue respaldada con una cerrada ovación por parte de su bancada, con algunos diputados populares que incluso se pusieron a aplaudir en pie. Respondía así a la intervención que había hecho antes el líder de Unidas Podemos, quien se refirió de forma provocativa a la portavoz de los populares como «marquesa». Se trata de un título que, según recoge el BOE, adquirió en 2013 como sucesora en el marquesado de Casa Fuerte.

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, pidió acto seguido a Álvarez de Toledo que retirase estas palabras del diario de sesiones, a lo que se negó. Los miembros de la Mesa del PP y de Vox, Ana Pastor e Ignacio Gil Lázaro, se opusieron también a que se retirasen estas acusaciones, hasta el punto de abandonar el pleno en señal de protesta al considerarlo un intento de censura.

Antes de este episodio, la sesión parlamentaria ya se había inaugurado, durante el control al Gobierno, agitando fantasmas insurreccionales. «Hace más de 100 años, el fundador de la Guardia Civil, el duque de Ahumada, se negó a cumplir una orden injusta del general Narváez: ‘Esa decisión la tomará mi sucesor, no yo’. Más de un siglo después, el general Laurentiño Ceña ha hecho lo mismo», apuntaba el secretario general del PP, Teodoro García Egea, en una pregunta dirigida al vicepresidente segundo. Su respuesta fue preguntarle si con ello estaba llamando a la «insurrección» de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

Las palabras de García Egea hacían referencia al cese del jefe de la Comandancia de Madrid, Diego Pérez de los Cobos, que investigaba a Fernando Simón y al delegado del Gobierno en Madrid. De los Cobos era el máximo responsable del informe elaborado por la Guardia Civil con base en el cual se ha imputado al delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, por haber permitido las manifestaciones del 8-M. Escasas 24 horas después, dimitía el número dos de la Guardia Civil, el director adjunto operativo (DAO) Laurentino Ceña.

Durante los últimos días, Iglesias ya abonó en la prensa extranjera la teoría golpista para tumbar al Gobierno, abundando en la idea de la desestabilización promovida por la ultraderecha y el rechazo de ciertos sectores a aceptar que los morados se sienten en el Consejo de Ministros. Lo hizo en dos entrevistas concedidas al semanario portugués ‘Expresso’ y al diario italiano ‘La Stampa’. En ellas, vierte afirmaciones como: «Somos conscientes de los ataques de una ultraderecha política y mediática dispuesta a romper los consensos y asumir formas de golpismo», «hay sectores que tienen urticaria al vernos sentados en el Consejo de Ministros. Pero la democracia no vale solo cuando ganan ellos» o que desde Vox «han elegido desestabilizar utilizando las calles».

Sobre las cloacas, se extendía Iglesias para responder a una pregunta de la entrevista con ‘Expresso’ relativa a si tenía la sensación de la existencia de un movimiento para derrocar al Gobierno. «Cualquier persona que vea u oiga lo que dice y hace la ultraderecha en España, cualquier persona que observe cómo funciona la cloaca política y su dimensión mediática, puede entender la realidad. Es evidente que a muchos sectores de las élites no les gusta que Unidas Podemos esté en el Gobierno. Sin embargo, creo que eso es más un deseo que una realidad», concluía, sin negar que tuviese la sensación de la existencia de dicho movimiento, aunque destacando su impotencia.

La estrategia del Gobierno, en su conjunto, como quedó reflejado en la última sesión de control al Gobierno, pasa por situar al PP en una disyuntiva, empujándolo hacia Vox, a modo de intentar retratar al principal partido de la oposición por su falta de colaboración durante la crisis sanitaria. Se sitúa a los populares en la misma línea de Vox, como dos partidos que actuarían de forma idéntica. Con ello, se fomenta la polarización y se dibuja la ausencia de alternativa al Gobierno representada por un mismo bloque de corte reaccionario.

Se alimentan, por tanto, los extremos, que comienzan a visibilizarse tanto dentro como fuera de las paredes del Congreso. España todavía es ese país que está entre la derecha que dice que hay un golpe de Estado en marcha y la izquierda que dice lo mismo. Sin embargo, cada vez se polariza más, con unos dirigentes políticos que en lugar de rebajar la tensión la agitan. El sociólogo Narciso Michavila explicaba en una entrevista con el diario ‘El Independiente’ que «el que intente seguir con el manual tradicional de polarizar para buscar ventaja personal frente a lo colectivo saldrá perdiendo, porque esto no es una crisis, es una megacrisis». Solo las encuestas determinarán si se produce un cambio de rumbo en la confrontación o, si por el contrario, se acelera todavía más el paso con unas consecuencias impredecibles para la estabilidad social.