Jesús cacho-Vozpópuli

  • Su objetivo es aguantar el chaparrón esperando que escampe tras la Navidad

Millones de españoles, los que vivieron aquellos momentos y siguen vivos, recuerdan estos días las semanas en las que Franco yacía en el hospital de La Paz al borde de la muerte, pero sin terminar de morirse. Muchos compatriotas (una minoría, para qué engañarnos) que se sentían alejados o ajenos al Régimen habían llegado a interiorizar una suerte de inmortalidad en el Caudillo, la sospecha de que el franquismo no acabaría nunca, el miedo a que Franco fuera eterno, y día tras día, noche tras noche, vivían pendientes del famoso «parte médico habitual» sobre el estado del enfermo, del que, por otro lado, era muy difícil extraer conclusiones fiables porque los censores se encargaban de amargar con un lenguaje críptico las expectativas de quienes deseaban ver al general en una caja de pino camino del Valle de los Caídos. Todos sabíamos que Franco estaba clínicamente muerto, pero la noticia no terminaba de producirse. Algo parecido ocurre ahora con Pedro Sánchez. Sabemos no ya que la legislatura está agotada, porque no dispone de la mayoría necesaria para gobernar, sino que él mismo está políticamente muerto, abandonado por parte de sus socios y abrasado por las conductas de sus más directos colaboradores, achicharrado por la corrupción de su propio entorno, pero, tras una semana enloquecida en la que el sanchismo ha terminado por implosionar, el gentío, perplejo, se sigue haciendo las mismas preguntas que se hacía en tiempos de Franco: ¿Cuándo se va a ir este tío? ¿Hasta cuándo va a aguantar? ¿De qué forma terminará esta pesadilla?

Sé que es reiterativo, incluso pesado, airear la cita, pero resulta inevitable volver a referirse a la histórica predicción que Albert Rivera realizó un 22 de julio de 2019 en el Congreso. «Vamos a hablar del plan Sánchez y vamos a explicarle a los españoles qué es el plan Sánchez», dijo el líder de Ciudadanos. Y enseguida llegó el turbión, aquella afirmación que a muchos pareció más barbaridad que exabrupto (¡Rivera se ha vuelto loco, ha tachado a Sánchez de gángster!). «Un plan por el cual el señor Sánchez se quiere perpetuar en el poder controlando…»  (…) «Ese es el Plan, y la pregunta es, ¿con quién quiere llevar a cabo ese Plan? Pues con su banda, con Otegi, con…» (…) «Sánchez tiene un plan y tiene una banda”.  Y mientras Rivera adelantaba lo que el paso del tiempo acabaría convirtiéndose en realidad, el cretino sentado en la cabecera del banco azul se miraba las uñas y sonreía cínicamente mirando al techo con aire de fingida resignación. Rivera dijo la verdad y nada más que la verdad. Adelantó lo que estaba por venir y ha venido. Sánchez tenía una banda, un grupo de malhechores que ha intentado apoderarse del país sin disparar un tiro. La banda se adueñó del poder en junio de 2018 con el único objetivo de enriquecerse, hacer rico a Sánchez y a su ejército de sirvientes, los reos de la servidumbre voluntaria. Sánchez es el jefe de la banda. Nunca hubo un proyecto político en Sánchez, sino uno muy distinto de enriquecimiento personal y de grupo.

La banda ha operado desde el principio en una doble dirección, actuando en una doble vertiente. Por un lado, la política. Se trataba de desmontar el Régimen del 78, acabar con los instrumentos legales que pudieran impedirles llevar a cabo sus objetivos, básicamente neutralizando a la Justicia, liquidando a los jueces independientes y controlando a los medios de comunicación. El objetivo no era otro que anular el aparato judicial que pudiera un día sentarlos en el banquillo e incluso meterlos en la cárcel. A él y a los suyos. A la banda. También a los socios que debían mantener al capo en el machito, a quienes había que amnistiar (entre otras gabelas legales) y cuyas exigencias materiales había que satisfacer con cargo a los impuestos que pagan los españoles, a cuenta de la salud democrática de los españoles. Y a la par de la vertiente política, la económica, orientada a crear una red de extorsión en la sombra cuyo centro es fácil adivinar en el corazón mismo del Gobierno, para esquilmar, para desmantelar el Estado en beneficio propio. Capturar el Estado para convertirlo en una fuente inagotable de enriquecimiento privado. Para robar a manos llenas. De la democracia a la cleptocracia. Alguien ha escrito que se trataba de un plan destinado a «destruir el país y las instituciones para poder robar hasta las cucharillas». Una mafia organizada y jerarquizada. Y han creado una vasta red, una «organización criminal», en la que, como acabamos de comprobar esta semana, aparecen ex ministros, secretarios de organización socialistas, vicepresidentas del Gobierno, empresas públicas estratégicas y la columna vertebral del partido en Ferraz, con un modus operandi de empresas públicas, blanqueo de capitales, tráfico de influencias y saqueo generalizado. Una corrupción sistémica sobre la que sobrevuela el presidente del Gobierno, sobre la que flota el personaje que ha elegido a todos los implicados. Es imposible ignorar a estas alturas el nombre de quien ocupa la cúspide de la pirámide de la gran corrupción española. Como acaba de señalar Alberto Núñez Feijóo: «Sánchez eligió a todos porque están hechos a su imagen y semejanza. Usted es uno de ellos, es el jefe de todos ellos».

Una red presente en todas las áreas del Gobierno aunque especialmente activa en tres ministerios, empezando por el tradicionalmente más «gastoso”»en cualquier país, el de Fomento, y siguiendo por la SEPI, el antiguo INI, el instrumento inversor del Ejecutivo, desde donde, siguiendo órdenes directas de Moncloa, es decir, de Sánchez y de su hombre para estos menesteres, Manuel de la Rocha, ha ido tejiendo su entrada en el sector privado, invirtiendo el dinero de los españoles, los impuestos de los españoles, en empresas de tanta significación como Indra y Telefónica. Sánchez, que es quien personalmente toma estas decisiones como buen autócrata, ha convertido Telefónica en la PDVSA (Petróleos de Venezuela SA) del sanchismo, ha hecho de la antaño prestigiosa multinacional española el retiro dorado donde el sanchismo piensa ir colocando los excedentes quemados en esta laboriosa tarea de robo y tente tieso o premiando la labor de sus más fieles servants, caso del hijo del presidente del Tribunal Constitucional Conde Pumpido. El último en llegar ha sido Antón Ortúzar, quien fuera presidente del Euskadi Buru Batzar, que en un Alderdi Eguna, febrero de 2019, dijo aquello de «Luego querrán que seamos españoles… ni por el forro». Como ayer escribía aquí Jaime Ignacio del Burgo, «no por el forro, pero sí por el bolsón». Por la pasta de los españoles. Y en Telefónica acabará, si les dejamos, el camarada Rufián (la Yolanda del Besós), el siniestro Otegi y todos los que hayan servido al sanchismo y no tengan dónde caerse muertos. Y otro tanto ocurrirá con Indra, donde Sánchez ha colocado a unos testaferros para que den la cara y le hagan millonario con los miles de millones —los impuestos de los españoles— que el Estado va a invertir en Defensa, como si Sánchez y su banda no tuvieran bastante con los miles de millones desaparecidos por el albañal de los fondos Next Generation UE.

Un esquema que echa sus raíces en el zapaterismo. Porque el padre de este diseño perverso es Rodríguez Zapatero, cada día más cerca de ser desenmascarado, cada día más cerca del banquillo y posiblemente de la cárcel, un acontecimiento que sin duda festejarán millones de españoles abochornados con la conducta del personaje. Ayer mismo se conoció la detención por la Policía Nacional de su socio, y al decir de muchos su testaferro, Julio Martínez, vinculado con las comisiones pagadas en el rescate de la aerolínea Plus Ultra con dinero público. Es Zapatero quien ha marcado el rumbo de servidumbre hacia la irrelevancia y la bolivarización de España que fielmente sigue su pupilo Sánchez. Un esquema malvado que necesita de muchos sirvientes, de un ejército de fieles dispuesto a corromperse a todos los niveles para servir al sátrapa, jueces, policías, altos funcionarios, intelectuales, empresarios y naturalmente periodistas, medios de comunicación, sin los cuales no hubiera sido posible la salvajada que está viviendo España. Es el mundo del dinero que vive de las concesiones de Sánchez y que está dispuesto a arrastrarse ante Sánchez. Cosas tan curiosas como ver a José María Aznar haciendo negocios con Rosauro Varo, prototipo de empresario pijoprogre socialista andaluz, y con Javier de Paz, el íntimo de Zapatero y una de las garrapatas más notorias del avispero zapaterista. Todos unidos por el cordón umbilical del dinero. Los sirvientes del sanchismo, por un lado, y los indiferentes, por otro, esos millones de españoles que pasivamente han soportado la degradación de las instituciones, han aguantado la mentira sistemática y se han limitado a mirar hacia otro lado porque la cosa no iba, no va, con ellos. Así mueren las democracias; mueren cuando los ciudadanos llamados a protegerla la dejan morir, permiten que un aventurero sin escrúpulos la mate, la cercene ante sus propios silenciosos ojos. Lo acaba de decir en Oslo la hija de María Corina Machado, premio Nobel de la Paz, como un recordatorio fiel de la tragedia española: «Cuando comprendimos lo frágiles que se habían vuelto nuestras instituciones, ya era tarde».

¿Y cómo ha sido posible esta avalancha de inmundicia, esta acumulación de ladrones y acosadores sexuales que hoy nos domina, que ha reducido a anécdota los escándalos del felipismo y las tramas Gürtel del marianismo…? En «El negocio de la libertad» se describe el proceso mediante el cual las trapacerías de Juan Carlos I, toleradas y conocidas por los sucesivos Gobiernos de la Transición, tuvieron un efecto demoledor sobre la moral pública, porque cuando lo de arriba está podrido resulta inevitable que se corrompa lo que está debajo. Sánchez ha venido a reverdecer ese penoso horizonte patrio y a multiplicarlo. Cuando el presidente del Gobierno se convierte en el jefe de la famiglia, el país entero termina apellidándose Corleone. Sabemos que la corrupción funciona en las organizaciones como un fenómeno cultural. Cuando el liderazgo carece de integridad, no solo permite comportamientos desviados, sino que los normaliza y legitima. El mecanismo es triple: primero, el líder inmoral establece incentivos perversos donde el éxito profesional (o político) depende de la complicidad o el silencio. Segundo, genera lo que los académicos llaman «desconexión moral». Los subordinados racionalizan conductas que normalmente rechazarían, como la mentira descarada, porque «así funcionan aquí las cosas». Tercero, los individuos íntegros, caso de que los haya, son sistemáticamente marginados o expulsados, dejando solo a quienes se adaptan al sistema corrupto. Lo verdaderamente insidioso es que esta vis corrupta no necesita ser explícita. No hace falta ordenar directamente prácticas ilegales; basta con premiar resultados sin preguntar métodos. El resultado es un proceso continuo de selección adversa: la organización entera desarrolla una cultura de cinismo donde la integridad se percibe como ingenuidad o, peor aún, como supina idiotez. Es la diferencia entre esta corrupción y las pasadas. A Felipe le salieron sus golfos. A Mariano le crecieron los suyos. El hecho diferencial es que ahora es el propio presidente del Gobierno quien dirige la banda, él es el jefe de los ladrones.

Vuelve la pregunta común de los últimos días de Franco: ¿Hasta cuándo va a aguantar este tipo? Racionalmente cabría pensar que no mucho, porque todo parece indicar que alguien ha decidido segarle la hierba bajo los pies desde dentro, desde los restos humeantes del pestilente edificio socialista, quizá la única forma de librarnos del sujeto. Su objetivo inmediato es aguantar el chaparrón esperando que escampe tras la Navidad. Cualquier político demócrata en sus circunstancias hubiera dimitido ya hace mucho tiempo. Él no es un demócrata. Estamos ante un personaje que no tiene nada que ver con la clase de tropa sanchista, todos desechos de tienta. Él es otra cosa. Un tipo temible, de tratamiento psiquiátrico, del que quizá no hayamos aún conocido lo peor, que venderá cara su derrota. Houston, tenemos un problema. España tiene un grave problema. De consecuencias potencialmente muy peligrosas y, en todo caso, imprevisibles. Urge, por eso, mirar hacia el futuro. Reformar un sistema tan profundamente corrompido como el nuestro no será fácil: no basta con cambiar normas o procedimientos. Habrá que transformarlo todo, empezando por la educación, por educar a la ciudadanía en el respeto a la verdad, en el valor de la democracia, en el compromiso con la coherencia y la refundación de los valores. Urge por eso mirar hacia el futuro, un futuro que necesariamente tendrá que ser de reconciliación como lo fue la España salida de la dictadura de Franco, un futuro nacido del acuerdo entre las opciones de izquierda —naturalmente otra izquierda— y de derecha, empeñadas ambas en acabar con la confrontación, la polarización de la sociedad, para, sin los errores contenidos en la Constitución del 78, las lagunas que han permitido la ocupación del poder por bandoleros como el que nos ocupa, hacer posible otros 50 años de paz y progreso que permitan de nuevo a España navegar con brío en un mundo tan cambiante y tan lleno de peligros como el que actualmente vivimos.