- En lugar de hacer de la necesidad virtud, sería más urgente hacer del Parlamento un lugar más serio. Esto es, hacer de la virtud necesidad.
Cuando el presidente del Gobierno declaró que estaba decidido «a hacer de la necesidad virtud» me vinieron a la memoria algunos textos que hacía tiempo había leído sobre la teoría económica del Derecho.
Me refiero a aquella teoría que puso de moda en los 70 la Escuela de Chicago según la cual, si queremos entender (y predecir) el comportamiento humano, hay que utilizar únicamente la lógica del mercado y considerar a las personas como maximizadores de utilidad. Esto es, simplemente como seres egoístas.
¿También los políticos? También, y sobre todo, los políticos, asegura la Public Choice. Todos aplicamos la misma lógica (si exceptuamos a los niños y enfermos mentales) y en todas las circunstancias (salvo que suframos algún brote psicótico o estemos bajo la influencia del alcohol o las drogas).
Es la visión de la política sin romanticismo generada por la aplicación de la lógica del mercado a la vida pública.
No hay dos lógicas diferentes, una pública y otra privada, que aplicamos según la situación en que nos encontremos. Porque, tanto cuando vamos a votar como cuando vamos de compra al supermercado, nos guía la misma estrella: la búsqueda de nuestro interés o utilidad.
En el caso de los partidos políticos, nos dicen, su utilidad consiste en conseguir los votos necesarios para acceder al gobierno o para mantenerse en el mismo. Para ello los partidos ofrecen normas o políticas a aquellos ciudadanos que estén dispuestos a pagarlas en forma de votos.
Y esto es lo que lleva a políticos como nuestro presidente a «hacer de la necesidad virtud». E incluso a ufanarse de su habilidad para realizar tales prodigios cuando está claro que no hay ninguna virtud en la necesidad.
Hasta ahora en mis clases buscaba en el Derecho comparado ejemplos de esta mercantilización de la legislación. Los Estados Unidos eran un auténtico filón. En el futuro los profesores e investigadores españoles no tendremos que ir fuera de nuestras fronteras buscando tales «casos» para analizar sus efectos demoledores sobre el Parlamento y sobre su producto más valioso, como es la legislación.
«Siete votos a cambio de unos compromisos que nada tienen que ver con el contenido de los reales decretos leyes ni con lo que se estaba discutiendo en la Cámara»
Lo acabamos de ver en nuestras Cámaras de forma descarnada, y descarada, cuando la semana pasada se aprobaron los reales decretos leyes 8/2023 y 6/2006.
No se negociaban lógicamente enmiendas a tales decretos o promesas de enmiendas para el caso de tramitarse como proyectos de ley.
Aquello fue un mero trueque de peras por manzanas. Un mercado en el que se intercambiaron los votos que demandaba el Gobierno por la transferencia de la política integral en materia de emigración. Puro mercado.
Mientras en el hemiciclo algunos oradores leían sus intervenciones en torno a tales decretos, en la sala de al lado o a 1.500 kilómetros y al margen de lo que decían aquellos, otros cerraban el trato y casaban oferta y demanda. Siete votos a cambio de unos compromisos que nada tenían que ver con el contenido de tales reales decretos leyes ni con lo que se estaba discutiendo en la Cámara.
Reducir la política legislativa a agregar votos de este modo es confundirla con el mercado y negar la esencia de la democracia e incluso de la propia política.
El imperativo de recurrir a la política surge cuando se dan dos circunstancias: la necesidad de actuar como cuerpo político para garantizar la vida colectiva, y el desacuerdo entre los ciudadanos sobre las decisiones que hay que tomar.
Para resolver estos dilemas se han inventado los parlamentos y las leyes. El primero ofrece el modo más digno de gobernanza. Las segundas son las más respetables fuentes de Derecho.
Quienes rechazamos el valor normativo de la Public Choice tenemos que insistir en que el único método digno de aprobar las decisiones colectivas, el único método de legislar respetuoso con la dignidad de los ciudadanos, consiste en que nuestros representantes se reúnan en las Cámaras y de forma solemne y explícita realicen tres operaciones: dar razones, debatirlas y contar los votos. Esa es la función del Parlamento.
Las tres operaciones son igualmente irrenunciables si pretenden que los ciudadanos consideremos dignas de respeto las decisiones parlamentarias. Cuando falla alguna de estas tres exigencias, la legislación carece de dignidad, como sabiamente explica Jeremy Waldron en The Dignity of Legislation.
«Lo que está ocurriendo en nuestro Parlamento ya nos interpela a todos los ciudadanos, especialmente a quienes por su función deberían exigir participar en el proceso normativo»
Y esto es lo que pasó en aquella sesión parlamentaria de la pasada semana. Una sesión en la que, sin más argumentos que el de la necesidad de unos votos, se aprobaron un decreto ley de 140 páginas y otro de 170 que regulan materias absolutamente heterogéneas y cuya urgente y extraordinaria necesidad sólo un Tribunal Constitucional benevolente podría avalar en todos sus contenidos.
Lo impactante, en todo caso, no sólo ha sido el enciclopédico y heterogéneo contenido de los textos sino, sobre todo, el espectáculo tan indigno de legislar que nos han ofrecido, y en el que han faltado las razones y su adecuado debate.
Al final, lo único que importaba era contar los votos.
Lo que está ocurriendo en nuestro Parlamento ya nos interpela a todos los ciudadanos, especialmente a quienes por su función deberían exigir participar en el proceso normativo, como son miembros del Consejo de Estado, los miembros del Consejo General del Poder Judicial o de la Comisión de Codificación, los letrados de las Cortes o los juristas de las Secretarías Generales Técnicas.
Todos tenemos que tomar conciencia (y denunciar) que es contrario a la dignidad de la legislación el recurso sistemático al decreto ley, las leyes ómnibus, el agazapamiento del Gobierno tras las proposiciones de ley, la reducción de los tiempos de debate en las Cámaras mediante la tramitación en lectura única o por trámite de urgencia de los proyectos de ley y la admisión a trámite a última hora de enmiendas que nada tienen que ver con el objeto de la proposición o del proyecto.
Que actuar así supone, además de una desconsideración y un fraude a los ciudadanos representados, una degradación del proceso legislativo y del propio Parlamento sobre la que algo debería decir el Tribunal Constitucional.
Unas leyes sin razones y sin el debate debido, una legislación basada en el trueque y la compraventa del voto son, claro está, leyes que tendremos que soportar. Pero serán leyes que no merecerán nuestro respeto, porque carecen de la dignidad que debe tener la legislación.
En lugar de hacer de la necesidad virtud, como exige la lógica del mercado y promete el presidente del Gobierno, sería más urgente preocuparse por hacer del Parlamento un lugar más serio y cuidar la respetabilidad de la legislación. Esto es, hacer de la virtud necesidad.
*** Virgilio Zapatero es rector emérito de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.