JOSÉ MARÍA LASSALLE-EL PAÍS
- El partido debe demostrar que es un pilar irremplazable de la democracia negándose a pactar con la extrema derecha, restableciendo los cauces de colaboración con el PSOE y fortaleciendo la unidad interna. Es un esfuerzo que alguien tiene que liderar con convicción y valentía
Una democracia es potencialmente inestable si quien gobierna carece de una oposición solvente. No solo porque falte en ella capacidad técnica para controlar al Gobierno eficazmente, sino porque sea incapaz de mostrar un inequívoco compromiso ético con la democracia y con las instituciones que la representan. De ahí que no sirva cualquier oposición ni tampoco que sea insuficiente o, lo que es peor, que falte. El control de los asuntos públicos que gestiona un Gobierno es esencial para la salud democrática. Algo que requiere una oposición que esté a la altura de su responsabilidad y que desempeñe su papel correctamente. Sobre todo cuando la democracia, como sucede ahora en nuestro país, es puesta bajo sospecha por una extrema derecha que la cuestiona gravemente.
Lo resume muy bien Hans Kelsen, el mayor jurista del siglo XX, en un ensayo que tituló De la esencia y valor de la democracia, un libro que sigue siendo ejemplar a pesar de los años porque fue escrito cuando el autor asistía en directo al colapso de la democracia liberal debido al paulatino avance en Alemania del nazismo por culpa, entre otros motivos, de las luchas cainitas entre los partidos de Weimar. Entonces, como ahora, sus argumentos son válidos al recordar que lo importante en democracia “no es la mayoría del presente, sino la minoría de hoy en cuanto posible mayoría del mañana”.
Esta hipótesis de reversibilidad en la relación de fuerzas electorales entre la mayoría de gobierno y la minoría opositora es lo que falla en estos momentos en España. Habrá quien retroceda en el tiempo y alegue para ello la sucesión de errores que han comprometido la solvencia de la oposición del PP desde 2018 hasta ahora. Es cierto, pero poco importa ya retrotraer la mirada en el pasado buscando acciones culpables. ¿De qué sirve remontarnos en el tiempo para dilucidar, como Zavalita en Conversación en La Catedral, dónde se jodió el Perú, en este caso, el PP?
Desde el pasado jueves 17 de febrero, este partido dejó de ser oposición para ser otra cosa que no voy a calificar. El cruce de ruedas de prensa con formato de reality show. Las dimisiones inesperadas que vinieron después de denuncias de corrupción y acusaciones de investigaciones ilegales. El anuncio de expedientes y, al día siguiente, las cuestiones personales que fueron aireadas sin pudor alguno ni respeto hacia las personas. Un suma y sigue de despropósitos que han hecho añicos definitivamente la imagen del PP en un par de días. Desde entonces, esta formación política ha pasado de ser una mala oposición a ser otra fallida. La hipótesis de reversibilidad kelseniana que necesita la salud institucional de una democracia ha sido neutralizada. No solo porque se ha producido un cuestionamiento básico de la esencia y el valor de lo que ha representado el PP como partido de Estado desde 1989, sino porque ha expuesto irresponsablemente al país a ver cómo Vox le arrebata el papel de oposición por la vía de los hechos.
Esto es lo preocupante para cualquier demócrata y lo que justifica que se reclame poner remedio a esta situación lo antes posible. Primero, porque la crisis interna del PP no puede enquistarse mediante una guerra de posiciones estatutarias y debates territorializados que prolonguen el conflicto hasta la celebración del anunciado congreso extraordinario. Segundo, porque hay una gestión inaplazable sobre cómo se gobernará Castilla y León, que compromete, además, la estrategia futura del PP, pues tendrá que elegir entre pactar con Vox y en qué condiciones o gobernar en solitario y con qué apoyos. Tercero, porque esta decisión condicionará la cita de las elecciones andaluzas que, a su vez, será la antesala de las autonómicas y generales de 2023. Y cuarto, porque la democracia española necesita que estos hitos electorales los afronte un PP que vuelva a ser alternativa. Para ello ha de competir lealmente con el PSOE, sumando competencia técnica y ejemplaridad en el desempeño de sus responsabilidades institucionales.
España y el resto de Europa y Occidente sufren una grave crisis de legitimidad social que compromete la viabilidad misma de la democracia. Sobre esta percuten problemas estructurales que minan su estabilidad por culpa de los efectos sociales y económicos de la pandemia, así como por las consecuencias geopolíticas de la automatización y la crisis climática. Estas circunstancias exigen que nuestro país tenga una oposición distinta que rompa con la polarización, que garantice un inexcusable compromiso ético con la democracia y sus valores, que sea previsible en sus decisiones y que agrupe la base electoral que sintoniza con la moderación que fue el centroderecha español en el pasado.
Esto significa que la dirección del PP atienda con urgencia la exigencia democrática de impedir que, con sus errores, Vox se convierta en la alternativa antisistema que desestabilice definitivamente nuestra democracia. Por tanto, tiene que prestar un último servicio al partido que todavía lidera. No solo convocar un congreso extraordinario que lo refunde y le devuelva la credibilidad perdida, sino que su líder dimita por ejemplaridad. El nuevo liderazgo que surja ha de tener claro que imitando el ruido ideológico de la extrema derecha será inviable como oposición, ya que garantizará al PSOE su continuidad al frente del Gobierno durante mucho tiempo. En este sentido, la estrategia partidista de trabajar los extremos debe abandonarse dentro de una sociedad que sigue demandando mayoritariamente moderación, sensatez y prudencia, especialmente después del tsunami emocional al que se ha visto arrastrada en los últimos años.
Quien apueste por este campo de moderación y centralidad al frente del PP acertará si quiere reconstruir una alternativa solvente y eficaz. La diferencia que dará el éxito o lo quitará electoralmente descansará en la competencia técnica y la sinceridad con la que se acredite que se quiere desarrollar una nueva cultura política de la cooperación que resignifique el valor del acuerdo y la transacción, del debate y el contraste de opiniones. Algo que solo podrá abordarse desde la esperanza política de que sigue siendo posible una convivencia civilizada entre diferentes.
Aquí es donde descansa la esencia y el valor del PP del futuro. En romper el bucle de polarización dentro del que vivimos y demostrar que es un pilar irremplazable de nuestra democracia. Primero, negándose a pactar con la extrema derecha. Segundo, restableciendo los cauces de colaboración con el PSOE que devuelvan a nuestras instituciones la salud perdida. Y tercero, fortaleciendo la unidad del partido con generosidad, recosiendo heridas internas y sustituyendo la fidelidad dogmática por una lealtad ideológica refundada. Un esfuerzo que merece la pena, sin duda, y que alguien tiene que liderar con convicción y valentía. Un empeño de cambio y compromiso que debe legitimar un congreso extraordinario lo antes posible. Mejor mañana que pasado.