Ignacio Camacho-ABC
- No será pronto, pero quizás algún día las circunstancias globales exijan en España un gran consenso constitucionalista
La primera gran coalición en la Alemania de posguerra se formó en 1966 porque los liberales, socios minoritarios de la democristiana CDU, se oponían a subir los impuestos. La segunda, en 2005, porque los socialdemócratas, que podían haber formado una mayoría alternativa contra Merkel, se negaron a pagar el precio de integrar a un partido poscomunista en el Gobierno. Este último ejemplo se le olvida a Sánchez cuando pide ‘cordones sanitarios’ para contener el ascenso de la ultraderecha; le incomoda recordar que fueron sus colegas del SPD quienes renunciaron al poder pactando con su principal adversario en defensa de la estabilidad sistémica. Y respetaron, como siempre en las ‘Grokos’ alemanas, el liderazgo de la primera fuerza.
El presidente español suele hablar de sí mismo como si hubiera ganado las elecciones y ante la negativa del PP a apoyarlo no le quedase más remedio, al pobre, que aliarse a su pesar con todos los enemigos del Estado y otorgar una amnistía a los separatistas para conseguir los votos necesarios. Tampoco se acuerda de que Feijóo le ofreció de antemano un acuerdo en aquel debate preelectoral del que salió vapuleado. Proclamó su victoria –«¡somos más!»– en la misma noche del escrutinio; desde que recuperó la secretaría socialista no tiene otra idea que la de encabezar una alianza con cualquiera que lo acepte como jefe del Ejecutivo. Su cálculo táctico parte de la renuncia a la autonomía de su partido.
Fue Zapatero el autor intelectual de esa estrategia cismática plasmada en el Tinell como avanzadilla catalana de lo que luego sería un proyecto a gran escala. No se trataba de cerrar el paso a formaciones radicales y/o populistas más o menos arriscadas sino de aislar en un corralito a la mitad de la población y a su correspondiente representación parlamentaria. Como ZP ganó, 11-M mediante, no necesitó poner el plan en práctica; fue su heredero el que encontró en el famoso no-es-no la fórmula con la que compensar las reiteradas derrotas que perforaron el ‘suelo’ electoral de Rubalcaba. Entonces era sólo contra Rajoy y una derecha convencional y mayoritaria; Vox no existía como amenaza ni como coartada.
Alguna vez habrá que ensayar en España una gran coalición constitucionalista. Un compromiso de responsabilidad cívica que ejecute reformas imprescindibles, aleje del poder a los extremistas, impida el chantaje de los nacionalismos y centre el eje de la vida política. No será pronto; se necesita antes un PSOE retornado a una lealtad institucional que hoy por hoy no se divisa ni en la más lejana de las perspectivas. Pero es posible, aunque aún poco probable, que lo acaben exigiendo las circunstancias globales, la necesidad de asentar el consenso europeo puesto en cuestión por Trump, Putin y sus rampantes satélites tardocomunistas y neonazis. Quizá cuando haya un número suficiente de ciudadanos hartos de Sánchez.