Ignacio Camacho-ABC
En las citas históricas hay que ser puntuales. Pero frente a una revolución digital, el Estado aún reacciona con burofaxes
LA impuntualidad tiene un precio y el Gobierno lo está pagando. Tardó en comparecer frente a la rebelión independentista y ahora se encuentra ante la paradoja de que el artículo 155, su principal herramienta para imponer la autoridad democrática, le quema en las manos. Todo hubiese sido distinto tras la insurrección parlamentaria del 6 de septiembre, cuando a Rajoy le pesaron las reticencias del PSOE y su propia cautela a la hora de aplicarlo. Tampoco quiso hacerlo antes del 1 de octubre para evitar el simulacro que acabó arrastrando ante toda Europa el prestigio del Estado. Incluso ahora, cuando la declaración autocontradictoria de Puigdemont parecía convertirlo en inevitable, el presidente ha usado un ultimátum dilatorio, un ralentí desganado que va a acabar por convertir el procedimiento de excepción en un verdadero chicharro. Si los soberanistas deciden echarse mañana al monte y proclamar de forma expresa la secesión, el Gabinete estará sin duda cargado de razones para intervenir la autonomía, pero tendrá que abordar ese delicadísimo expediente con un letal retraso.
La cuestión de fondo es que el marianismo, que es una técnica funcionarial de poder, no ha entendido el carácter posmoderno del movimiento al que hace frente, una mezcla de nacionalismo y populismo que desborda los mecanismos políticos convencionales. Es una revolución digital contra un Estado que aún funciona con burofaxes. Mientras el aparato estatal activa su lenta maquinaria jurídico-administrativa, las plataformas civiles del secesionismo son capaces de sacar en pocos minutos a miles de personas a la calle. No sólo eso: antes de que el Gobierno articule una estrategia, el soberanismo agita las redes con recursos de propaganda que expanden en la opinión pública eficaces consignas favorables. Lleva amplia ventaja en el uso de las tecnologías de comunicación para movilizar masas y sobre todo para la creación de marcos mentales. Un campo de confrontación esencial en el que el Gobierno ni siquiera ha llegado a presentarse.
El fracaso del 1-O ha cobrado en La Moncloa un peso clave. El problema de ese día no fueron tanto las urnas como la generalización de la idea de violencia contra los votantes y el clima de repulsa que ha generado en los medios internacionales. De ahí viene la prudencia gubernamental, cercana a la parálisis, en la activación de medidas tajantes. En última instancia toda ley se basa en la fuerza coactiva y si ésta no se puede ejercer, por encogimiento o temor a consecuencias políticas, no hay modo de sostener la legalidad en condiciones razonables. Pero incluso con voluntad decidida de imponer la autoridad por los medios necesarios, la implementación jurídica del artículo 155 necesita de varios días y en ese tiempo una eventual rebelión puede crecer hasta descontrolarse. El de Cataluña es un conflicto en el que sólo los independentistas han sido puntuales.