ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Debe de ser frustrante haberse arrastrado tanto ante Bildu y ERC para acabar chocando con la intransigencia de Iglesias

SI Pedro Sánchez tuviese más cabeza y menos arrogancia, más sentido del Estado y menos ego, más humildad y menos ambición, el mismo jueves, fracasada la investidura, habría llamado a María Chivite para ordenarle abandonar de inmediato la pretensión de convertirse en presidenta de Navarra con el apoyo de nacionalistas y bildutarras. Acto seguido, habría utilizado esa baza como prenda de buena voluntad ante Cs y/o el PP con el fin de tratar de tejer un acuerdo entre fuerzas constitucionalistas. Eso habría sido un buen comienzo. Una prueba de madurez política amén de un acto de patriotismo. O sea, un auténtico imposible dada la naturaleza de un personaje empeñado en ser investido sin entregar nada a cambio, doblegando a sus adversarios mediante la coacción.

Merced a tan «inteligente» estrategia, Sánchez ostenta el dudoso récord de llevar cuatro intentos fallidos por alcanzar La Moncloa a través del camino recto que manda la Carta Magna; esto es, consiguiendo el respaldo de la mayoría del Congreso a un programa de gobierno y no impulsando un voto de censura a un ejecutivo anterior. De hecho, según hemos sabido a raíz de su bronca con Pablo Iglesias, ni siquiera fue él quien tuvo la iniciativa de esa moción contra Rajoy, sino que se limitó a seguir las instrucciones de su entonces socio preferente, hoy aborrecido

enemigo, escoltado por una tropa de separatistas incrédulos del regalo que les caía no precisamente del cielo, sino de la mismísima cúpula de la dirección socialista. La misma hueste integrada por ERC, PNV y Bildu cuyos cabecillas oficiaron en el hemiciclo como celestinas del matrimonio frustrado entre izquierda y extrema izquierda llamado a alumbrar otro ejecutivo Frankenstein por el momento nonato. ¿Cabe espectáculo más obsceno que el protagonizado por el defensor de golpistas, Gabriel Rufián, dándonos lecciones de talante conciliador desde la tribuna y hablando sin aparente sarcasmo del «bien de España»? ¿Puede un dirigente español aspirante a liderar la Nación humillarse más de lo que hizo el candidato Sánchez ante la portavoz biltutarra, Aizpurúa, a quien brindó una réplica obsequiosa rematada con un «discrepamos del pasado, y ahí me quedo…»? Nuestro presidente en funciones, el mismo que no se dignó dirigirse a Santiago Abascal por si tal acto de mínima cortesía parlamentaria fuese a contagiarle algún mal, «discrepa» de los 850 asesinatos perpetrados por la banda terrorista ETA que su heredada política, Bildu, se niega significativamente a condenar. ¿O acaso discrepa solo de los que eran «innecesarios», tal como afirmó Arnaldo Otegi entrevistado en RTVE?

Debe de ser muy frustrante haber caído tan bajo para nada. Haberse arrastrado tanto por el barro de ciertos grupos que en cualquier otro país estarían condenados al ostracismo sin otro resultado que acabar chocando con la intransigencia de un alter ego como el jefe de las filas podemitas, que es a Sánchez Castejón lo que la sartén al cazo: cuña de la misma madera llamada a tiznar irremediablemente a quien la toca. Ahora el aspirante ha quedado compuesto y sin novio, exigiendo nuevamente al PP y a Ciudadanos que le apoyen porque sí, mientras el PSOE se entiende con gentes situadas extramuros de la democracia en ayuntamientos y comunidades autónomas. No termina de comprender que la responsabilidad de gestionar su magra victoria electoral es únicamente suya, como lo son los fracasos que acaba de cosechar. No aprende de sus errores. Solo nos cabe confiar en que vuelvan a llamarnos a votar y el electorado castigue la prepotencia baldía de esos gallos de pelea incapaces de compartir corral.