Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli
- En la Transición, entre el inmovilismo, la ruptura y la reforma, se eligió sabiamente la tercera opción
A finales del año pasado mi contribución semanal a este periódico trató del libro, en aquel momento de reciente aparición, Después de la Nación, de José María Marco. El impacto de este lúcido, penetrante e inquietante ensayo ha sido notable a lo largo de los últimos tres meses y en su estela la Asociación Foro España Cívica y la Fundación Foro Libertad y Alternativa organizaron el pasado jueves un seminario a puerta cerrada al que convocaron a destacadas y prestigiosas figuras del derecho, de la diplomacia, de la academia, del periodismo, de la empresa y de la política bajo el sugerente título, muy oportuno en la actual coyuntura española, “Después de la Nación ¿Qué?”.
En el transcurso de las cuatro horas de discusión, actuando como moderador y ponente el autor de la obra motivo del encuentro, el tema central fue la presente dilución del concepto y realidad de la Nación española y de su armazón jurídica, política, institucional, territorial, cultural y social concretada hoy en el llamado “sistema del 78”, elaborado mediante consenso durante la mítica Transición de la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado en la que se reemplazó de forma ordenada y pacifica -con la excepción de la vesania criminal del terrorismo etarra- el régimen autoritario encabezado por el general Franco durante treinta y seis años por una democracia liberal homologable a las del resto del mundo occidental. Una de las cuestiones en las que hubo coincidencia fue que la idea de Nación puede ser poliédrica y multifacética, pero para nada “discutida y discutible”. La Nación como comunidad política decantada por la historia entendida como un espacio de igualación de derechos, garantía de libertades y de sometimiento a unas leyes comunes, así como sujeto constituyente y marco redistributivo de afectos y ayuda mutuos, es un producto moderno surgido de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, cuya vigencia, significado y necesidad están fuera de dudas. La Nación es, por tanto, una entidad de contornos nítidos y de contenido simbólico fuerte, indispensable a estas alturas de la historia para la realización plena de los individuos y para su relación con el exterior de sus fronteras.
Los ministros intelectualmente preparados traicionan a su país y los analfabetos funcionales ni siquiera son inmorales porque para serlo deberían poseer un mínimo de conocimientos que les permitiera distinguir el bien del mal
En este contexto, la desaparición de la Nación española como objeto político, económico, lingüístico y cultural reconocible para fragmentarse en un conjunto de entidades nacionales de menor tamaño geográfico desvinculadas de la que ha sido durante siglos su matriz compartida tendría efectos tangibles deletéreos sobre la vida, el bienestar y las oportunidades de cada uno de los españoles, que verían rebajada su posición en el escenario internacional, dañada su prosperidad y profundamente perturbado su sentido de pertenencia y su identidad como personas.
Este proyecto divisivo y destructivo es el del actual Gobierno de la Nación, formado por un conjunto heterogéneo de socialistas y comunistas apoyados por separatistas y herederos de asesinos en el que los ministros intelectualmente preparados traicionan a su país y los analfabetos funcionales ni siquiera son inmorales porque para serlo deberían poseer un mínimo de conocimientos que les permitiera distinguir el bien del mal.
Tal propósito, concebido y realizado con el exclusivo fin de disfrutar, prolongar y explotar el poder, se está llevando a cabo, no de forma abierta y revolucionaria como intentó el patético prófugo de Waterloo en octubre de 2017, sino de manera solapada y artera mediante una mutación constitucional por la puerta trasera en la que las próximas elecciones generales se transmuten en un plebiscito sobre la monarquía parlamentaria, la Norma Fundamental en vigor y la existencia de España como Nación cívica y como realidad histórica consolidada. Esta maniobra vil será posible bajo el amparo de un Tribunal Constitucional la mayoría de cuyas togas están sobradamente embarradas en el camino que se les marca desde La Moncloa. Es evidente que, en semejante escenario, si los dos partidos llamados a evitar la catástrofe se enzarzan en su rivalidad electoral y no perciben en su sobrecogedora dimensión la tragedia que se avecina, no sólo faltarán a su deber, sino que demostrarán una ceguera imperdonable.
Una revisión revanchista
La Patria, ese vocablo tan ligado al de nación, pero de connotaciones más íntimas, más cálidas y más ligadas a un paisaje, unas creencias, unas costumbres y unas tradiciones, se encuentra inerme frente a sus enemigos porque aquellos que deberían neutralizarlos les han abierto la puerta del castillo y han bajado el puente levadizo para facilitarles la entrada y la culminación de su venenosa y rencorosa tarea. En la Transición, entre el inmovilismo, la ruptura y la reforma, se eligió sabiamente la tercera opción, pero de 2004 en adelante una izquierda que abandonó su condición de nacional ha resucitado la ruptura y se ha lanzado irresponsablemente a impugnar la concordia y la reconciliación que impregnaron aquella etapa esperanzada para excluir a media España del solar de todos e imponer sin contemplaciones una revisión revanchista de acontecimientos pasados que únicamente nos arrastrará al enfrentamiento y al fracaso.
Ha llegado la hora improrrogable de alzar a la Nación militante para proteger a la patria atropellada, de abandonar la pasividad y el conformismo para oponerse con firmeza y serenidad a los embates totalitarios que nos empujan al barranco y reconstruir los fundamentos de una democracia saludable y vigorosa que sitúe y mantenga a España en el lugar que merece.