Eduardo (Teo) Uriarte-Editores
Sólo desde la manipulación oportunista se puede entender la reclamación de la reforma constitucional que Pedro Sánchez ha presentado en estos momentos de crisis ante el nacionalismo catalán cuando lo que ha caracterizado su discurso ha sido el rechazo a llegar a acuerdo alguno con la derecha. Una reforma de tal naturaleza necesita un ambiente de diálogo y buscar los más amplios apoyos para su buen fin. Diálogo, que desgraciadamente desde hace años se ha visto destrozado, convirtiendo, por el contrario, la gresca parlamentaria y la ruptura en cuestiones sustanciales del sistema político en una estrategia propagandística. Estrategia que, en estos años de crisis económica, ha sido singularmente mejor utilizada por el secesionismo catalán y el populismo que por el socialismo que la iniciara. Aunque, afortunadamente, parece que el descubrimiento de la posibilidad real del ocaso de los viejos partidos ante las expectativas electorales de Ciudadanos empieza a modificar hacia una cierta relación positiva el comportamiento entre el PSOE y el PP.
Así y todo, no es el mejor momento para llevar a cabo la reforma constitucional –“en momentos de desolación no hacer mudanza”-, pero si es necesario reflexionar sobre ella porque los retos que ésta padece en estos momentos, la crisis a la que se ve sometida, especialmente por los defectos de su Título Octavo, el de las autonomías, son muy graves. Reflexión que debiera facilitar el diagnóstico de la situación, la debilidad del poder central frente a las comunidades autónomas, el carácter centrífugo del actual sistema territorial, la inexistencia de una ideología nacional que dote de consistencia al sistema, ante tanta diferenciación étnica y tanta memoria histórica, y posibilitara el diálogo, el marco de convivencia y la lealtad política necesaria para que el caos no vuelva a destrozar la cosa pública: la república.
Malos comienzos en la comisión de la reforma.
Los socialistas padecieron por parte de los tres sobrevivientes padres de la Constitución, Pérez-Llorca, Herrero de Miñón y Roca Junyent, en la primera sesión de la comisión auspiciada para su reforma una importante decepción. Amén de devolver estos insignes caballeros a la Cámara un tono, dignidad y contenido al discurso que las nuevas generaciones de políticos se han encargado de tirar por la borda, los tres vinieron a defraudar la reivindicación del partido de Sánchez en favor de una reforma federal de la Carta Magna. Cuestión previsible.
No sólo porque las tres personalidades invitadas provienen de la derecha, uno de ellos, Roca, del nacionalismo catalán, sino porque la reforma que Sánchez dice desear -suponiendo que cuando dice federalismo sea lo que en teoría comparada es federalismo- no encaja fácilmente con las bases ideológicas que hizo posible el modelo territorial de la Constitución del 78.
En ella, donde hubo un gran encuentro entre la derecha y la izquierda de este país, más los nacionalismos periféricos, vasco y catalán, estuvo ajeno el fundamento liberal y republicano del que ha adolecido nuestra nación desde su génesis en el siglo XIX. Quizás en ese fallo resida la clave para descubrir el difícil encaje del federalismo, pues se trata de una opción racionalista y liberal en la descentralización de un estado unitario, y nuestro actual ordenamiento territorial es de fundamento tradicionalista. Posiblemente, también, por la ausencia de ese liberalismo nacional hoy se vuelva a sentir la existencia de las dos Españas, la tradicional y conservadora, con una concepción romántica de la nación, y la de la izquierda, refractaria mayoritariamente a cualquier tipo de nación por su ideología social-obrerista ajena a la nación de ciudadanos.
Lo que no quita mérito a nuestra Constitución, sino todo lo contrario, ya que sin esos fundamentos liberales imprescindibles en países de nuestro entorno se pudo forjar un sistema democrático que ha estado funcionando hasta el reciente golpe de estado promovido por el nacionalismo catalán. Eso sí, funcionando al socaire de unos compromisos entre partidos, a falta de argamasa nacional común, hija de una orfandad ideológica clamorosa especialmente en la izquierda, que iban derivando nuestro sistema hacia la partitocracia. Superestructura que, desaparecida la generación de la Transición, ha facilitado todo tipo de deslealtades, incluso mutaciones o erosiones constitucionales, para finalmente culminar en uno de los golpes de estado más surrealista de la historia.
Nos recuerda el profesor Armando Fernández-Steinko (/El Coste de la Identidad, El País,17/01/18) que Azaña tuvo -extraigo mi opinión- una visión muy poco liberal de la cohesión nacional cuando al tratar el problema catalán asumía una visión culturalista contradictoria con el republicanismo, y las izquierdas durante la Transición… “lo que en realidad hicieron fue adoptar la posición de Azaña de 1932. Para Azaña, la cuestión lingüística era la llave para abordar la particularidad territorial de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Sirvió para segmentar un conjunto de “nacionalidades históricas” de otras que no eran merecedoras de este título por el hecho de no disponer, aparentemente, de lengua propia. En vez de abordar la construcción de una identidad compartida en todo el territorio de la República, Azaña teorizó la asimetría identitaria haciéndole una importante concesión al pensamiento metafísico-prerrepublicano”. Y concluye sobre el papel de los partidos de izquierda durante la tramitación de la Constitución: “los partidos herederos de las tradiciones democrático-republicanas optaron por esquivar el problema”. Lo que supuso, en mi opinión, dejar el modelo territorial a la derecha, incluida la nacionalista.
Por ello, la descentralización tuvo una orientación inspirada en el Antiguo Régimen más que en el racionalismo liberal, incluso con anterioridad a la Constitución se restituyó el régimen foral en Vizcaya y Guipúzcoa mientras el PNV reivindicaba como vehículo de relación con el Estado el pacto con la Corona. Tanto la derecha postfranquista como nacionalistas vascos y catalanes vieron a gusto esta fórmula, en la que se carece de instituciones y procedimientos para que la descentralización forme parte del centro, se implique en la gobernación del todo. Es decir, se instituyó un ordenamiento centrífugo en el que se carece de un discurso de naturaleza nacional, unitaria, de raíz liberal. El único discurso nacional es el de la derecha, pero reaccionario, el tradicional, por eso la facilidad en calificarlo de facha por la izquierda, y, sin embargo, es necesario un discurso nacional común como el de nuestros países vecinos y que bandera e himno tengan su asunción por toda la ciudadanía y no un significado de victoria en la guerra civil. O esto se nos cae.
Recapitulando.
El encuentro constitucional del 78 surgió de dos corrientes ideológicas. La sostenida por la derecha que había disfrutado, o al menos convivido, con la dictadura de Franco, de esencia tradicionalista, coincidente en este aspecto con las concepciones foralistas e historicistas de los nacionalismos vasco y catalán -de la que Herrero de Miñón es el mejor exponente-, y la sostenida por una izquierda perseguida y exiliada durante la dictadura, que consciente del fracaso revolucionario del II República ansiaba -reconciliación nacional promovida nada menos que por el PCE- volver a la política. Sin embargo, la corriente de la izquierda estaba simple y básicamente fundada en el obrerismo, carente de una concepción propia de Estado unitario descentralizado.
El gran ausente, pues, en esta reconciliación fue el pensamiento liberal, lo que hubiera dado cimiento y entereza al encuentro nacional, y que hubiera superado de una vez la tragedia de las dos Españas. Y no estuvo ahí porque no lo había estado consistentemente nunca. Para ello hubiera hecho falta una burguesía política de la que España ha carecido y carece -como lo demuestra el reciente mutis por el foro de la catalana hasta que le estalló la independencia delante de las narices, muy capaz de quejarse vistos los hechos pero muy servil previamente-. Resulta sintomática la repugnancia del PP a calificarse de formación representativa de la burguesía, y tiene su razón, porque no lo es, para ello nuestra derecha debiera de haber asumido sinceramente nuestro menguado pasado liberal, prefiere homenajes a Santa Teresa y las mantillas en el Corpus.
Es cierto que durante el siglo XIX se gestaron pasos e instituciones liberales -mal imitadas de Francia escribió Marx-. Y aunque no existe un modelo ideal de nación que sirva de referencia, nuestro liberalismo enseguida se vio muy limitado respecto al de países vecinos. Su parlamentarismo, corrompido por los caciquismos locales y acosado por el absolutismo carlista, un ejército de origen liberal, muy lastrado por la reacción conservadora tras el Abrazo de Vergara, una policía para todas las comarcas de España, la Guardia Civil, sometida a la influencia de los señoritos rurales, una administración civil débil dependiente de los partidos “turnantes”, lo que erigió a la postre un Estado liberal con muchas carencias y fallos. Si éste hubiera sido fuerte nos hubiera evitado demasiados conflictos, hoy todavía presentes. Lo que resultó fue un sistema político inestable con un estado menguado estudiado en diversas obras por Antoni Jutglar, una de ellas con el significativo título de “La España que no pudo ser”.
Las derechas españolas llegaron tras la muerte de Franco sin cultura liberal, resultado de la inexistencia de una burguesía política, pero también por una larga dictadura que había desacreditado los limitados logros liberales previos tan costosamente erigidos desde la Constitución de Cádiz; la nación, los valores nacionales, hasta el idioma, quedaron contaminados de fascismo por la dictadura sin que la izquierda haya podido librarse de esa visión.
El Ejército vino a ocupar desde el XIX un protagonismo político exagerado ante la inexistencia de una burguesía nacional. La existente era la formada por industriales y financieros provenientes algunos del carlismo o de las colonias tras el Desastre, dispersa por diferentes núcleos regionales y locales. Colectivos burgueses más preocupados en lo regional o local que en la formulación de una nación y un estado que diera consistencia al sistema de convivencia. Esta burguesía en su mayoría era servil o delegacionista. En cuanto no podía con los asuntos llamaba al Ejército -a ver quién le enseñó a Espartero a disparar contra los obreros si no fue la burguesía de Barcelona, o quién más tarde llamara al general Primo de Rivera para que pusiera orden- con la mirada en Madrid tan sólo para la obtención de leyes proteccionistas. Cuando Pavía entró en el Congreso, asolado el país por la guerra carlista y el cantonalismo, se estaba discutiendo sobre aranceles a los farolillos de papel importados de Filipinas.
Una burguesía, en el caso de Barcelona descrita por Vicens Vives, muy cercana al ideario carlista, que encontraría su discurso en el integrismo, donde lo auténtico, lo esencial, lo patrio, amén de la religión católica, era lo local, lo cercano, que era donde directamente ellos mandaban o al menos influían. Frente a la burguesía revolucionaria de allende los pirineos, salvo excepciones muy locales y coyunturales, la nuestra se quedó en muy conservadora y muy poco liberal. El liberalismo era pecado, y cuando las colonias del marchito imperio desaparecieron con él, se volvieron hacia el nacionalismo regionalista en compañía de gran parte del clero. Ajena al liberalismo nunca les había llamado constituir una nación de ciudadanos.
La política moderna que surge del encuentro entre el liberalismo y el republicanismo, no asumidos por la mayoría de nuestros mojigatos burgueses, no sólo apartó de la política a la burguesía, sino que ésta no la pudo transmitir a la emergente clase trabajadora, que huérfana de tal cultura política degeneró hacia el sindicalismo -obrerismo que negaba la participación en la política por burguesa-, siendo la federación española de la AIT la formación anarquista más importante de toda Europa -lo que no dejó de preocupar mucho a Marx-.
Salvo Prieto, “socialista a fuer de liberal”, fruto de un Bilbao donde los trabajadores habían sido voluntarios de la milicia urbana liberal, y algún otro caso perdido, el origen de la cultura política de la izquierda no es liberal. Me atrevería a calificar a nuestra izquierda de huérfana políticamente, carente de background ideológico, presta, a falta de criterio propio, al seguimiento de los nacionalismos periféricos por considerarlos progresistas y no descendientes bastardos del carlismo, encontrando en ellos una cierta seducción al presentarse anti -Estado por antiliberal. Por subversivo, sin reconocer en él la profunda y oscura carga conservadora que posee.
Prieto, que hiciera un importante ejercicio político redactando el Estatuto de Autonomía vasco que entró en vigor en el año 36, lo hacía desde un criterio político liberal. Cuando sus compañeros en plena victoria aliada le ofrecieron apoyar el derecho de autodeterminación para Euskadi les amenazó, ante la sorpresa de los requirentes, con dejar el partido, porque para él la descentralización del estado unitario cabía en un ideario racionalista, pero la secesión era mero seguidismo de la reacción. Sus compañeros no habían entendido nada.
Las corrientes políticas no surgen de la nada, por eso nuestro liberalismo y republicanismo son tan pobres. Y en el caso del folklórico republicanismo hoy de moda encontraríamos mucho más, de nuevo, anarquismo que de ello. Un pequeño sector del socialismo español supo salir del cerco del apoliticismo sindicalista, y cuando llegó la Transición sus líderes, jóvenes universitarios que tenían casi todo por descubrir no dejaron de estar presionados por lo viejo. Sin embargo, fue entrado los gobiernos de González cuando se empezó a hablar algo de liberalismo y llevar adelante acciones para conectar España, como el AVE, que hubiera encantado a don Benito Pérez Galdos, uno de los pocos liberales. Sin embargo, para entonces el proceso centrífugo territorial estaba en marcha, incluso observado con todo candor de una manera muy positiva, pues había sabido movilizar la vitalidad regional que España posee, pero una vitalidad acrática sin límite que nos ha arrastrado finalmente a la crisis de estado más grave desde 1936.
Para Ignacio Camacho (“Kosobo, ABC, 21,1, 18”) la verdadera dimensión del problema en Cataluña es la de la jibarización del Estado, “la de su desarme de recursos políticos y materiales para hacerse valer como proyecto unitario. Una situación asumida con alarmante normalidad por la clase dirigente, que en ningún momento ha cuestionado la evidencia clamorosa de que la nación española se ha ido de Cataluña en el ámbito cotidiano y sólo ha podido regresar mediante la invocación de poderes excepcionales previstos para casos de grave descalabro. Ése es el fondo de la cuestión: la normalización del abandono de responsabilidades según un concepto de la descentralización que incluso un régimen federal consideraría desviado. Lo de menos es que el precipitado envío de contingentes de orden público haya resultado caro; lo inquietante es que su propia necesidad, su urgencia sobrevenida ante la deslealtad flagrante de los Mozos, pone al descubierto el desvarío de una renuncia que sólo puede conducir al fracaso”.
Un ordenamiento territorial hacia el enfrentamiento
Ya se supo desde su tramitación que el acuerdo parcial, pues AP no lo apoyó, del Título Octavo de la Constitución había sido un texto al límite plagado de lagunas, con muchas posibilidades de encauzamiento o desbordamiento, como así acabó ocurriendo. Muy pronto se pudo observar que las demandas autonómicas, consecuencia del poder reclamado por los partidos, no sólo por los nacionalistas, iba desbordando lo que parecía un plan inicial de autogobierno para las autonomías históricas y de limitada descentralización en las de carácter general. A un ordenamiento sin límites perfilados ante las demandas de los nacionalismos periféricos vinieron a sumarse las de las élites políticas regionales a través de unos partidos cada vez con más poder en el sistema, pero afincados realmente sus aparatos y militancias sobre las comunidades autónomas.
El resultado tuvo una nueva denominación pues no se ajustaba a los modelos existentes: Estado de las Autonomías. Pero la socorrida y exagerada denominación posterior de federalizante a nuestro modelo territorial difama la esencia del federalismo, pues al carecer de la vía de retorno hacia el centro de todo sistema federal, al carecer de mecanismos institucionalizados de participación y corresponsabilización de las autonomías en la política común, como se realiza generalmente a través de los senados en las constituciones federales, el régimen es descentralizado, pero no federal.
La voluntariosa Conferencia de presidentes autonómicos en el Senado no tiene ni rango institucional ni capacidad operativa más allá de lo meramente protocolario. Un federalismo sin encauzamiento de las partes en el todo tiene más que ver con el viejo sistema de los Austrias -que el mismo Marx descubriera en la España decimonónica comparándola con el Imperio otomano- donde los viejos reinos y diferentes territorios funcionaban por su cuenta bajo la autoridad última del emperador, que con un ordenamiento postliberal. Nacionalismos periféricos, partitocracia, y un marco legal sin cerrar, amén de alguna arbitrariedad, han ido llevando el sistema territorial primero al límite, y, después, desde éste a la secesión.
Las actuaciones tanto del Gobierno vasco con Ibarretxe, como el reciente golpe de estado realizado por la Generalitat nos muestran un sistema descaradamente fracasado. Precisamente allí donde la descentralización y determinadas iniciativas abusivas se han desarrollado, es donde se han producido las situaciones de crisis por secesión. Allí donde los “apaños” de la partitocracia más se habían aplicado a la búsqueda de apoyo parlamentario suficiente en el Congreso solicitada por socialistas o populares a nacionalistas vascos o catalanes es donde precisamente el problema ha estallado. Evidenciando que el cúmulo de concesiones otorgadas no habían supuesto el alivio de las contradicciones entre la periferia y el centro sino un magnífico trampolín para que ésta se aprestara a dar el salto a la secesión, provocando no solo la inestabilidad política a España sino a toda la UE.
Que el proceso centrifugo no sólo procede de las formaciones nacionalistas lo muestran las nuevas redacciones de estatutos realizados esto últimos años. En ellas van aumentando el número de declaradas nacionalidades históricas para regiones donde el nacionalismo periférico no existía, acentuando el carácter diferenciador de dicha comunidad respecto a la nación con un lenguaje típicamente tradicionalista copiado del nacionalismo. Es decir, el discurso de segregación anterior al liberalismo decimonónico ha cundido en los últimos años, como si el de ahora pudiera calificarse de moderno, en cada zona de España. Como si el proceso de constitución del estado moderno a través de las revoluciones liberales fuera un proceso reaccionario, como si tal Estado lo fuera, cuando la auténtica y vieja reacción es la de la periferia.
La concepción del “Estado subsidiario”, un gobierno central subsidiario, de apariencia ultrademocrática y descentralizadora al límite, propuesta por el líder del PSC Maragall -que recuerda demasiado el proceder organizativo bajo los Austrias, nostálgicamente conservado en el carlismo-, a la vez que exaltaba la capacidad de lo periférico, reclamaba un poder mayor para lo cercano, debilitaba la unión del sistema fortaleciendo el ensimismamiento nacionalista. Una argumentación amable, pero rotundamente contraria, a la necesidad del Estado. Una aportación más, esta vez desde el socialismo catalán, a la dispersión del poder.
Un poder que en el caso de su organización central sostiene y respeta los contrapoderes, los derechos de las minorías, los usos parlamentarios. Pero a poco que no introduzcamos en el conocimiento de la política en la periferia vemos que ésta se ha ido paulatinamente mutando, como no podía ser menos en una reacción conservadora, en totalitaria. Lo ha demostrado recientemente el nacionalismo catalán en su desprecio hacia la legalidad, hacia el parlamentarismo, el poder judicial, y los derechos de los no-nacionalistas. Todo ello sin ninguna conciencia de profunda reacción social y política que supone el nacionalismo periférico. Cuando Xavier Arzalluz declarara con toda sinceridad y honestidad, creyendo incluso otorgar un favor, que la soberanía en Euskadi consideraría a los vascos no-nacionalistas “como alemanes en Mallorca”, asumía la destrucción política de la ciudadanía y los derechos fundamentales que un sistema liberal le reconoce a ésta. Pensamiento origen de todas las aberraciones que el nacionalismo acabó infringiendo a la humanidad hasta su derrota por la intervención aliada.
Volviendo a la reforma.
Algunos de los más importantes defectos del sistema territorial fueron suscritos también en la posterior presencia en la comisión parlamentaria por el presidente del Consejo de Estado José Manuel Romay Beccaría y Benigno Pendás, director general del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC). Ambos coincidieron en declarar el mal momento para llevar adelante una reforma constitucional y se sumaron a Pérez-Llorca, invitado en la sesión anterior, en denunciar como el problema importante la debilidad que hoy reside en la Gobierno central frente al poder de las autonomías. Por ello cree el representante del Consejo de Estado que hay que dotar de más atribuciones a la Administración central limitando el proceso de transferencias a las autonomías.
Quizás la conclusión más grave a la que llegó Romay fue declarar que si la reforma territorial se realizara no iba a servir por si sola de instrumento que mágicamente resolviera los problemas, “al menos si paralelamente no cambian, asimismo, ciertas actitudes que llevan a incumplir leyes y sentencias o a actuar de forma desafiante y desleal”. Cuestión que nos induce a plantear que la crisis, aun siendo institucional, pues los defectos y vacíos normativos la favorecen, tiene su fundamento en el irresponsable comportamiento de los partidos que no sólo hace imposible cualquier acuerdo, sino que se abandonan los anteriores como es el caso del nacionalismo otrora moderado catalán. Por ello, o hay un giro en la actuación de los viejos partidos o no es posible ninguna solución de naturaleza legal. Grave cuestión, porque se puede concluir que una nación está en profunda crisis política cuando sus dirigentes no son capaces de llevar a cabo las reformas necesarias. Y de esas hay muchas, educación, relaciones exteriores, fondo de pensiones, financiación autonómica, decremento demográfico, etc., se suman a la reforma territorial.
Sin embargo, la mayor parte de los invitados en el debate de la reforma no dejan de avisar de la dificultad de echar marcha atrás en el proceso autonómico, difícil de encauzar, pero necesitado de algún tipo de solución, como la que planteara el primer día Roca de convertir el Senado en una cámara de las autonomías similar al Bunderast alemán. Pero esta iniciativa de profundo calado, que exigiría la reforma de la Constitución y consiguiente referendo, nos llevaría, mediante conversión del Senado en la cámara de los gobiernos periféricos y central, realmente a un sistema federal. Una institución eje en el sistema federal como el Bunderast es imposible de ubicar fuera del federalismo. Si de verdad se desea hacer pervivir la descentralización manteniendo el Estado unitario nos toparemos indefectiblemente con un Estado de organización federal.
Por ello no parece muy cauta la crítica que Herrero de Miñón hiciera en su comparecencia a una posible organización federal. Si se parte de que el actual sistema tiene serios problemas, de que el secesionismo lo amenaza aprovechándose de él, y que no se desea volver al estado centralista, cierta prudencia ante el tratamiento del federalismo sería más útil. La rotundidad de su rechazo, pues manifiesta que hay que «partir de la negación de la vía federal”, que “el federalismo es polémico”, y que es “costoso”, puede considerarse la defensa rotunda de esta descentralización tradicionalista, la que nos ha llevado a esta situación de crisis. Pues no se puede llamar barata ni posible a la descentralización vía Concierto vasco y navarro, a la que pueden ir las reclamaciones de diferentes autonomías -y que haría al sistema financiero inviable-, ni lo caro ni ineficaz que el sistema resulta en materias tan sensibles como policía, en el caso de las autonomías que las poseen, o el sistema sanitario excesivamente disperso en un país de las dimensiones de España, o el incremento de las burocracias periféricas, y el déficit económico que ellas promueven. En el actual sistema las jerarquías políticas autonómicas son poco racionales: asumirán el déficit y la ineficacia por conseguir más poder.
Efectivamente, el modelo federal puede resultar caro, polémico e ineficaz si las medidas concretas, las competencias que se decidan descentralizar aumentan sobre las ya existente en el sistema autonómico, pero podrían reducirse éstas en un acuerdo común aprovechando el cambio de sistema, pues existen muchos estados federados con menor número de competencias que las actuales de nuestras autonomías. Además, en cuanto sistema el federal resulta más ordenado, coherente, y cerrado, y por tanto de mayores facilidades para su corrección, que un sistema como el actual que ha derivado hacia la destrucción de la nación. El federal funciona de una manera mucho más pública, evitando la bilateralidad entre el centro y las autonomías, la opacidad de la financiación de éstas, y promueve su necesaria presencia en las instituciones comunes del Estado y no su paulatino apartamiento de éste. Constituye una organización mucho más coherente, pública, controlable y transparente que lo actualmente existente.
En el actual sistema el nacionalismo catalán fue creando la ficción a través de elementos simbólicos, culturales y administrativos de que funcionaba aparte de España, y que ésta era más un engorro que una ventaja para sus habitantes. El federalismo puede ser un error si, efectivamente, lo único que procede a realizar es la profundización del sistema tradicionalista hoy en vigor -que es lo que hay que temer de la propuesta de Sánchez-, pero si algo ha supuesto los sistemas federales es permitir, en un único marco de ciudadanía, una elasticidad tal que en momentos determinados el poder central recupera competencias y en otros las cede. Sin embargo, habría que partir del acuerdo de actuar con mucha prudencia porque constituye un borrón y cuenta nueva. Mantengamos la descentralización pero bajo criterios racionales y la primacía de la nación.
Ello nos lleva de nuevo al origen del problema, la inexistencia de una patria común, de una nación liberal, compartida por la derecha y la izquierda y por el centro y la periferia, que constituye el origen de la conversión de cualquier sistema descentralizado en un proceso para la ruptura política. La carencia de una conciencia nacional. Pero esta acusación valdría más para las élites políticas sumidas en la partitocracia, donde patria, nación, ley acaban donde acaba cada partido que para una ciudadanía despertada en su patriotismo por la secesión del nacionalismo catalán. Otro dos de mayo donde las élites están ajenas.
En los sondeos se perfilan terremotos electorales. A ver si se materializan.
Eduardo Uriarte Romero