El futuro político de Zapatero está más unido ahora que hace un año a las acciones de ETA, que siempre son delito. Descartado que el Gobierno rompa el ‘proceso de paz’, ella puede elegir si le echa de La Moncloa con nuevos atentados, como el que se presentía si De Juana moría, o si emite algún comunicado anestésico que pueda ser presentado en triunfo.
Durante los meses previos a la invasión y derrota de 1940, los franceses llamaron «drôle de guerre» (guerra de broma) a los intercambios de disparos con los alemanes en la línea del Rin. Bélgica se declaró neutral, y algunos esperaban pactar un acuerdo con Hitler que les evitara la guerra en serio. Todos sabemos, al menos fuera de La Moncloa, cómo acabó la ilusión. Desde que ganó las elecciones, el zapaterismo mantiene con ETA su «drôle de guerre»: el espejismo de que minimizar el intercambio de disparos permita un pacto. La banda no es la «wehrmacht», pero sus ambiciones de poder e imposición no son menores que las nazis. Para sus fines, valen lo mismo atentados y treguas que guerras de broma, como aquella mascarada del monte Arritxulegi el pasado septiembre. Zapatero dijo entonces que mantenía intactas sus esperanzas. Ahora sabemos que sus esperanzas también son a prueba de bomba.
El sintagma «tregua indefinida sin concesiones» salió malparado del intento de 1998, cuando Jaime Mayor Oreja osó denunciar que el rey estaba desnudo: la tregua era en sí misma una trampa. Hubo muchos abucheos del respetable, deseoso de tranquilidad, pero incluso la banda admitió en sus papeles que el político vasco era de los pocos que habían captado su idea desde el principio. Así que ETA prefirió no arriesgarse y la última entrega del juego de la tregua comenzó con cambio de título: la de hace un año quedó en «alto el fuego indefinido». Algunos análisis inteligentes -naturalmente, desoídos- coincidían en que semejante enunciado no obligaba prácticamente a nada a la banda, refugiada de hecho en esa situación -alto el fuego a la fuerza- desde mediado 2003. La astucia fue convertir la necesidad en virtud.
Antes del alto el fuego
Conviene recordar que el alto el fuego llegaba tras una sucesión de fracasos, terroristas y políticos, causa de gran desánimo y desconcierto en ese mundo. La eficacia policial, la presión judicial y la movilización política y social habían empujado a la banda al borde del abismo de la desaparición, y sin contrapartidas de ninguna clase. Sólo el advenimiento de Zapatero, un adanista convencido de atesorar extraordinarios poderes de resolución a través de un diálogo sin agenda ni finalidad conocida, permitió a los etarras salir del k.o. técnico al que les llevó la ilegalización de Batasuna, que provocó oleadas de indiferencia y satisfacción en la sociedad vasca, y la pavorosa constatación de que las policías españolas y francesas detenían comandos a mayor velocidad de los que podía crearlos.
Así pues, ETA no dejó de matar para dar una oportunidad a la paz, sino porque las cosas nunca le habían ido peor. La conversión de esa impotencia en un gesto político es obra de intérpretes interesados en rematar el Pacto por las Libertades pactando con la banda, integrándola en la legalidad nacionalista y dejando fuera de juego al PP por muchos años, cubriendo de gloria a Zapatero el Pacificador. No es nada casual, sino todo lo contrario, que precisamente estos días, cuando el proceso pende de un hilo, se haya resucitado el perfil de Aznar el Guerrero, incluso posible criminal de guerra. Sin embargo, encolerizar al PP no traerá esa paz tan mentada. El error de partida, profundamente anclado en la ignorancia y la falta de escrúpulos, es olvidar que ETA también combatió a Franco sin tener el menor interés por la democracia, y que ahora pactará lo que le interese sin la menor intención de aceptar las reglas democráticas.
Todo por la paz
Que el alto el fuego permanente no traía nada nuevo lo confirmó un mes después el atentado contra la ferretería de un concejal de UPN de Barañáin. La primera reacción de Rubalcaba fue advertir que la kale-borroka era «incompatible con la paz»; inauguraba un estilo convertido en norma: declaración inicial muy enérgica e inmediatamente corregida por su contraria: lo que importa es la paz y nada más que la paz, fingida por la negación sistemática de los hechos. El Gobierno y sus corifeos han sostenido imperturbables, primero, que las denuncias de kale borroka y extorsión eran falsas o alarmistas, para admitirlas después aunque rogando su olvido en beneficio del logro superior de la paz: ¡un auténtico discurso de obispo vasco!
En Barañáin quedó inaugurado el socorrido recurso al accidente y el incidente aislado que culminó, sin el menor rubor, cuando Rubalcaba calificó de «proyecto de zulo» el casualmente descubierto por la Ertzaintza cerca de Durango, atiborrado de explosivos. A los pocos días, y tras las tranquilizadoras noticias de que las inexistentes conversaciones con ETA iban estupendamente, se produjo el salvaje bombazo de la T-4 donde murieron Estacio y Palate. Rubalcaba declaró muerto el «proceso de paz», pero fue de inmediato corregido por Zapatero y su argumento de que un «accidente», como su nombre indica, no puede invalidar la esencia eterna de un «proceso de paz».
Atentados como accidentes
¿Cómo se llegó al punto de que ni dos asesinatos pudieran desmentir la sedicente voluntad pacificadora de ETA? En mi opinión, fue la consecuencia de la orientación de las negociaciones adoptada por Zapatero. Al romper con la oposición y excluirla del final feliz que ambicionaba monopolizar, se puso en manos de la banda y renunció a la calificación penal de sus tropelías. No era un lapsus: Zapatero decidió que los atentados serían tratados como accidentes porque esta era y es la única manera de mantener las negociaciones aunque hubiera nuevas víctimas, que era lo más probable.
La contratación del Centro Henri Dunant, un «lobby» suizo especializado en ordeñar a gobiernos en apuros, oficializó los contactos que Jesús Eguiguren venía manteniendo con ETA-Batasuna desde 2002 -o desde el día después de la derrota constitucionalista en las autonómicas de 2001-, con la intención de alcanzar acuerdos políticos y rompiendo con el PP como garantía. La «vía Eguiguren» incorporaba al PSE al infame Pacto de Estella, con su variante catalana del Pacto del Tinell (refrendado por ETA con la tregua concedida a Carod), y se convirtió en la única política «antiterrorista» de un gobierno sin mayoría suficiente y dependiente de los nacionalistas. Convertida en árbitro de la política española, la banda estaba en condiciones de ir incrementando la presión hasta conseguir o bien concesiones políticas de peso -sin renunciar a la independencia como único destino posible- o, en el peor de los casos, recuperar las ventajas anteriores al Pacto Antiterrorista, es decir, volver al terrorismo con ventanilla política legal para administrar beneficios y recaudar arbitrios.
Regreso a las instituciones
ETA-Batasuna ha conseguido volver, casi, a recuperar la legalidad. El último y único test pendiente es el regreso legal a las instituciones, donde el fantasmal PCTV le guarda la silla. En un país cuyo «establishment» es en general de escasas y pobres convicciones, tolerar a Batasuna parece un precio barato para comprar la paz. Por eso Otegi y sus sicariosson tratados no solamente como políticos normales, sino mucho mejor. Cualquier migaja de declaración es escrutada como un nuevo fragmento de rollo del Mar Muerto que revelará el misterio de la pacificación. Incluso han sacado del armario momias tan apolilladas como la autonomía vasco-navarra, incluida en la alternativa KAS pero recibida con alborozo como novedad esperanzadora.
Así las cosas, y destruido el Pacto Antiterrorista, el poder judicial es el único dique de contención contra tanto despropósito, a pesar incluso del papel de la fiscalía, convertida en marioneta del proceso. No sólo el procesamiento de Otegi, también el proceso 18/98 y el filtro judicial de las listas electorales proetarras son, ahora mismo, los principales obstáculos alzados contra los planes de la banda. Con todo, Batasuna ha logrado incluso que su viejo azote, un juez Garzón más interesado ahora en la caza mayor internacional y en dirigir el coro del «no a la guerra», sugiera en un auto cómo eludir la Ley de Partidos adoptando la marca sin mácula de Izquierda Abertzale, o así. Cuesta imaginar que desaprovechen la oportunidad. Lo más probable es que, de paso, presenten algún señuelo que el gobierno pueda perseguir, a fin de que dé por cumplida su palabra. Y todos tan contentos.
El dilema final: todo o nada
La noticia del envío de nuevas cartas de extorsión a los empresarios esta semana pasada demostraría a cualquier sujeto racional que la banda no piensa desaparecer, sino reorganizarse para cualquier eventualidad, sin descartar nada. Por eso el futuro político de Zapatero está más unido ahora que hace un año a las acciones de ETA, que siempre son delito. Descartado que el gobierno rompa el «proceso de paz», es ella quien puede elegir si le echa de La Moncloa con nuevos atentados, como el que se presentía si De Juana moría en prisión, o si por el contrario emite algún comunicado anestésico que pueda ser presentado en triunfo.
Comprobado que puede mantener la extorsión y el terrorismo callejero hasta cobrarse una vida, mantener las amenazas y ocupar territorio con un mitin armado, incluso asesinar a dos personas sin que el Gobierno se considere obligado a cambiar de política, ETA puede poner en el papel cualquier cosa sin estar obligada a nada. El alto el fuego permanente es pura y llanamente una farsa. Nada invita a pensar que esto vaya a cambiar.
Zapatero ha jugado a obtenerlo todo o nada: o el desistimiento de ETA a cambio de vaguedades y reforma estatutaria, o el fracaso total del regreso del asesinato como instrumento político. Es el guión intolerable al que estamos sometidos desde 1977, como si la transición democrática siguiera abierta hasta que ETA y su farsa homicida sean cosa del pasado. Cuando ocurra, la banda debería arrastrar consigo a todos lo que este tiempo han jugado a la paz traficando con nosotros. Es de justicia.
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 22/3/2007