GUY SORMAN, ABC – 29/06/14
· «En caso de extrema urgencia, como la intentona golpista de 1981 en Madrid, el monarca que baja de su trono dorado resulta insustituible para salvar la democracia, preservar la unidad del país y oponerse si fuese necesario a la deriva absolutista, una amenaza latente en democracia»
En los antiguos regímenes en Europa se tenía por costumbre proclamar cuando moría el rey «¡El Rey ha muerto, viva el Rey!», subrayando así la continuidad de la dinastía. El rey, a lo largo de su vida, era claramente mucho más la encarnación de una función que una persona singular. En nuestra época, los reyes ya no mueren, abdican: el Rey de España no ha hecho más que inscribirse en una nueva tradición europea, después de Alberto II y de Beatriz de Holanda en 2013. Solo la Reina de Inglaterra se resiste a la tentación de la jubilación, quizás debido a la mediocridad de su sucesor designado. Estas jubilaciones voluntarias, calificadas de abdicación, un término más bien peyorativo, banalizan la función monárquica y la personalizan, por lo que se cuestiona la personalidad del rey, anterior y futuro, su capacidad, su utilidad, sus inclinaciones y sus defectos, unas dudas que no tenían sentido en épocas pretéritas.
Por este cuestionamiento moderno, a menudo con el pretexto de la democracia o de la búsqueda de ahorros presupuestarios, algunos reclaman la eliminación de la monarquía allí donde perdura. Estos abolicionistas se equivocan totalmente porque el balance de los monarcas europeos es, en general, positivo, ya que todos, en un momento dado de su reinado, salvaron la democracia y a su país por el mero hecho de su existencia. Es innegable que el Rey de España, Don Juan Carlos, al oponerse a un golpe de Estado militar en 1981, salvó sin duda la democracia española, e incluso libró al país de un nuevo conflicto civil. Este acto por sí solo basta sobradamente para legitimar todo su reinado. Asimismo, anteriormente, la adhesión de la reina Guillermina de Holanda a los aliados contra el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial fue suficiente para legitimar la Monarquía holandesa. ¿Y resistiría a sus contradicciones lingüísticas una Bélgica sin un rey de los belgas?
En Francia, el general De Gaulle lamentó a menudo que el país ya no tuviese un monarca que en 1940 hubiese podido encarnar la oposición de Francia a la ocupación nazi; a falta de un Rey, el general se apoderó de su función. Cuando volvió a ocupar el poder como presidente de la República
en 1959, se planteó de nuevo la restauración de la monarquía para representar al país en tiempos de guerra internacional o civil. Como los candidatos, de la familia de los Borbones y de los Orleans, le parecían mediocres, la sustituyó por una especie de monarquía republicana, un presidente todopoderoso elegido por siete años. Pero un presidente, en Francia, en España o en cualquier otro lugar, no realiza nunca los mismos servicios que un monarca, porque la democracia lo encierra en el cortoplacismo, en la demagogia partidista o en la tentación del absolutismo. Ahí se alcanzan los límites de la democracia, ya que de unas elecciones a otras, a un dirigente elegido le resulta difícil o suicida aplicar políticas a largo plazo que no dan réditos electorales. En el otro extremo, la elección por sufragio universal hace a veces que los dirigentes se sientan todopoderosos, porque por encima de ellos, nada ni nadie limita su deseo de absolutismo. Un ejemplo de ello es el caso francés, en el que el excesivo poder de los presidentes es la norma. Pero si hay un rey, este impide por su mera existencia la deriva hacia el absolutismo democrático.
En el pasado, la monarquía era absoluta; hoy día, lo son los jefes de Estado republicanos. Es una inversión histórica que existe fuera de Europa, como por ejemplo en el mundo árabe, donde los presidentes elegidos demuestran ser más autocráticos que los monarcas tradicionales. Entre las grandes repúblicas, solo Estados Unidos ha logrado impedir de forma duradera la trayectoria despótica de sus presidentes gracias a la sacralización de la Constitución. Pero en Europa, las Constituciones no son más que papel mojado, porque no tenemos, en nuestra vieja Europa, ni la tradición constitucional estadounidense, ni el equivalente del Tribunal Supremo de Estados Unidos para impedir que el «poder enloquezca», según el famoso aforismo atribuido por los franceses al filósofo Alain y por los británicos al primer ministro Lord Acton.
La frase completa es: «El poder enloquece, el poder absoluto enloquece absolutamente». Por tanto, cuando una nación democrática tiene la suerte de haber heredado un monarca constitucional, es importante conservarlo: el monarca, en general, no hace nada, pero es, y eso es suficiente. En caso de extrema urgencia, como la intentona golpista de 1981 en Madrid, el monarca que baja de su trono dorado resulta insustituible para salvar la democracia, preservar la unidad del país y oponerse si fuese necesario a la deriva absolutista, una amenaza latente en democracia.
Según esta paradoja, llegamos a la conclusión de que, cuanto menos activo sea el monarca y más se limite a las ceremonias simbólicas pero insignificantes, más indispensable puede resultar en caso de extrema urgencia. Hace 25 siglos, un filósofo chino que se llamaba Lao Tse resumió bien la importancia de la pasividad monárquica: «El buen príncipe», afirmaba Lao Tse, «es aquel cuyo nombre se desconoce». En la época de las redes sociales, conviene actualizar la fórmula taoísta: «El buen príncipe es aquel cuya agenda y número de amigos se desconocen».
GUY SORMAN, ABC – 29/06/14