- Belicoso y sobrado, Sánchez no tuvo empacho en denominar como “circo” y “comisión de difamación” a la institución que le preguntaba en nuestro nombre.
Pedro Sánchez compareció en el Senado ante la comisión de investigación creada para investigar supuestas irregularidades en contratos públicos, intermediaciones y financiación del PSOE ligadas al caso Koldo con un nuevo complemento: un par de gafas de cerca.
De Dior, por supuesto. Qué menos.
En Sánchez nada es casual. Si se pone gafas es para que hablemos de gafas. No del caso, ni de su familia imputada, ni de los pagos en sobres del PSOE.
Mejor del accesorio, sí. De lo accesorio.
De las gafas de sol del Falcon (las del estreno presidencial tras la moción de censura, con el flequillo obediente de su primer Albares al lado) a estas gafas de leer en la Cámara Alta, entre dossieres y acusaciones de corrupción, hay una era de distancia y un país desesperanzado de por medio.
De las Ray-Ban de conquista a las Dior de supervivencia.
Las gafas del presidente en el Senado cumplían con una función imprescindible: ser una herramienta de precisión para enfocar el texto y para desenfocar el entorno.
Y, por supuesto, para la liturgia y la escenografía.
Puestas, o en la mano, pero también a media nariz, para levantar la vista por encima del marco y mirar al de enfrente sin perder el guion. Es más fácil ironizar, incluso despreciar, con las gafas a medio camino: ves lo justo para leer la réplica y mirar por encima al adversario.
Y ese “por encima” es literal. Para Sánchez, sea quien sea el que habla, siempre es público. Nunca interlocutor. Lo suyo no es el debate, es la función.
Mientras el Senado buscaba respuestas (con poca solvencia, todo hay que decirlo), las cámaras buscaban planos. Y, en vísperas de Halloween, el disfraz era inevitable.
Sánchez no ha querido ir con el tumbao de Pedro Navaja, sino con la apostura de Pedro Pascal: gesto serio, verbo disciplinado, mirada filtrada. Lo suyo es un “truco o trato” permanente. El trato ya lo firmó con quienes necesita mantener cerca, aunque ya los perciba cada vez más lejos.
Para con el país, siempre elige el truco.
No hubo piedad en la sesión. Preguntas sobre los pagos en efectivo en el PSOE, sobre la trama de contratos públicos y su relación con el entorno de Koldo, sobre los negocios de Casa Sánchez…
El presidente respondió con la mezcla de serenidad, desdén y cinismo que ya conocemos, como no podía ser de otra manera. Sólo se desencajó, como es habitual, cuando le mentaron a su esposa, a la que eximió por completo de cualquier relación con el rescate de Air Europa.
Belicoso y sobrado, no tuvo empacho en denominar como “circo” y “comisión de difamación” a la institución que le preguntaba en nuestro nombre.
Poca información obtuvieron los senadores, es cierto. Se ve que siguen sin tomarse demasiado a pecho la parte de la investigación. Apenas un reconocimiento de haber liquidado (anecdóticamente) gastos contra facturas, la negación rotunda de haber tenido relación alguna con Víctor de Aldama.
Pero, aunque a continuación volvió al trigo de la corrupción del PP, para mí el momento cumbre de la comparecencia de Pedro Sánchez fue cuando expresó, casi con candor de mártir, una frase que lo marca todo: “Quiero poner sobre la mesa mi verdad”.
Ay, ese desprecio por la verdad única de los hechos. Esa propensión a la verdad propia. Dúctil, acomodaticia. Personalizada, a medida, graduada como sus gafas nuevas.
Pero la cuestión es que el presidente del Gobierno de España estaba obligado a decir la verdad. En caso de no hacerlo, se enfrentaría a varias sanciones, tal y como recoge el Código Penal en su artículo 502: «El que convocado ante una comisión parlamentaria de investigación faltare a la verdad en su testimonio será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o multa de 12 a 24 meses».
Sin embargo, Pedro Sánchez ha afirmado literalmente ante la comisión del Senado que, cuando el entonces ministro Ábalos le comunicó que Delcy Rodríguez iba a visitar España (en enero de 2020), “desconocía que tuviera sanciones personales de prohibición de pisar suelo europeo”.
Y eso es faltar a la verdad. Nuestro presidente del Gobierno conocía necesariamente las sanciones individuales contra miembros del régimen de Maduro, que incluían la prohibición de pisar el territorio de la Unión Europea.
A raíz de las fraudulentas elecciones presidenciales de ese año en Venezuela, el Consejo Europeo (es decir, los jefes de Estado y de Gobierno) aprobaron el 25 de junio de 2018 la ampliación de las sanciones vigentes desde el año anterior a otros once altos cargos, entre los que figuraba Delcy Rodríguez. Las personas incluidas en la lista actualizada de dieciocho eran consideradas responsables de violaciones de los derechos humanos y de socavar la democracia y el Estado de derecho.
La vicepresidenta Rodríguez se convertía así nada menos que en el mayor alto cargo de Venezuela sancionado por una UE que, a instancias precisamente de la familia socialista, evitaba apuntar directamente a Maduro para no romper los puentes de comunicación con el gobierno de este país.
Para entonces, Pedro Sánchez ya era presidente de gobierno de España, y contaba con Josep Borrell como ministro de Exteriores. Como para no saberlo.
En fin. Para quienes las usamos, las gafas de cerca dicen mucho del tiempo que pasa, del desgaste inclemente y de ese empeño tan humano de mantener el foco. Pero lo que todos sabemos bien es que, por mucho que uno se empeñe, no hay cristal que convierta lo falso en verdad.