ABC 01/10/14
DAVID GISTAU
· En España sólo se trató de fabricar orgullo con la coartada infantil, del deporte, aunque fuera rebajando el concepto español
EN mi tiempo de escolar adolescente, tuve la suerte de encontrarme con un magnífico profesor de Literatura, Pablo Roda, un agitador de nuestra indolencia con acné que nos exigía pensar y sentir curiosidad como un sargento ordena hacer flexiones. A mí me convirtió en un monstruito, concretamente, en la máxima autoridad mundial menor de quince años en «La Regenta». De improviso, me metía en otras aulas para pedirme, un poco como en el prodigio de la cabra subida al taburete, que hiciera mi show sobre Clarín. Aún no entiendo cómo nunca fui apedreado en el patio después de disertar sobre bovarismo asturiano, clérigos traficantes de información y conversiones católicas en el lecho de muerte.
En aquella clase se libraron las discusiones más excéntricas. Viene a cuento recordar una. Durante el Mundial 86, un alumno que era hijo de un periodista del PCE, y que se consideraba él mismo un aprendiz de comunista, levantó la mano e hizo una consulta: necesitaba saber si ir con España en el campeonato de México sería considerado una reminiscencia facha que enturbiaría la pureza de su proyecto de hombre internacionalista. Antes de mofarse del chico, recuerden que éramos adolescentes. Y seguro que además le dimos en el patio, yo con un tomo de «La Regenta».
La anécdota me sirve para recordar una cosa: que la primera generación de la democracia fue educada en un ambiente que no disoció España y franquismo, sino que incluso trató ambos conceptos como equivalentes y potenció la sensación de culpa por el delito casual de nacer español. Mientras, por el mero hecho de ser una reacción contra esa fusión culpable, cualquier nacionalismo era benigno y progresista por definición, aun cuando incurriera en excesos patrióticos que ya eran imposibles de ver en la resignación española.
Casi cuarenta años después de la muerte de Franco, ese complejo perdura. España no ha sido liberada completamente de su fatídica asociación de ideas. Tal vez porque nadie en la Transición –y menos la izquierda, que descubrió, a lo Vázquez Montalbán, que la simpatía nacionalista era una piedra pómez para sacarse España de la piel como Camba pedía en las saunas turcas que le rascaran el catolicismo–, inventó para España un relato postfranquista, un sentido de pertenencia para el porvenir ajeno a las águilas fascistas e incluso a la apropiación fascista de la historia, muy a la manera de Mussolini con Roma, que terminó haciendo creer a la pobre Carmen Calvo que los centuriones de Augusto, por cómo saludaban, eran «camisas negras» con milenios de anticipación. En España sólo se trató de fabricar orgullo con la coartada inocua, infantil, del deporte, aunque fuera rebajando el concepto español, igual que se rebaja el vino demasiado fuerte con agua, con eufemismos como «La Roja» y «La Eñe».