Gabriel Albiac-El Debate
  • ¿Beneficiarse del inmueble que paga un proxeneta es legítimo para un defensor político de la completa prohibición del comercio sexual? Es difícil conjugar ambos movimientos. Tal vez no sea imposible

¿Es «infamia» revelar, como lo hizo Feijóo en el Parlamento, que el habitáculo hogareño del presidente del Gobierno fue financiado con fondos provenientes del negocio sexual del señor Gómez, su suegro? Así lo han proclamado, con gran escándalo, su partido y sus oficiosos propagandistas mediáticos, que denuncian en ello la intromisión «indecente» en el ámbito sagrado de la vida privada de un político. No está de más preguntarnos sobre lo bien o mal fundado de ese juicio.

¿Es el proxenetismo –entendiendo por tal el comercio que media ante un cliente los servicios sexuales de un tercero– actividad privada? Lo es. Como todo negocio. Y, como privada actividad mercantil, está considerado legal en algunos países de la Unión Europea. Ilegal, en otros. En demasiados, flota en un limbo de indefinición jurídica: es nuestro caso.

En ese limbo jurídico español, pudo Sabiniano Gómez haber regentado durante décadas –como lo reveló Feijóo– un negocio legalmente equívoco sin transgredir de un modo explícito la ley. Y, desde luego, ninguna violación normativa existe en que su hija haya percibido, de ese comercio, los beneficios que al señor Gómez se le antojaran. Bajo forma de dones o de herencia. Sin más obligación que la de rendir sobriamente sus cuentas a Hacienda. Nada, absolutamente nada, hay de reprochable en eso.

En nada se podría, tampoco, reconvenir a un presidente de gobierno que hubiera habitado el domicilio de tan legítimo modo adquirido por su esposa. O que hubiera disfrutado de cualesquiera otros bienes, de los cuales hubiera ella decidido hacerlo partícipe. Y no es sólo que eso esté fuera de reproche legal. Lo está de cualquier tentación de reproche moral o político. Las daciones o prestaciones entre cónyuges no podrían ser valorables más que por los cónyuges mismos. «La vida privada es el santuario del ciudadano, no interfiráis en él», recomendaba, en el último decenio del siglo XVIII, el más radical entre los revolucionarios de su tiempo.

El problema al que nos asomamos aquí es otro. A poco que tratemos de hablar con un mínimo rigor. Afecta a la retórica. Que es un momento primordial de la política. Momento, sin duda, en particular grave, porque pone en movimiento el juego de representaciones imaginarias a través del cual es filtrada la realidad en las conciencias ciudadanas. Filtrada e impuesta, por supuesto: la política no es hoy, en su médula íntima, más que una artesanía altamente tecnificada de lo imaginario. Y en esa artesanía se construyen las convicciones –monetizables en voto– acerca de lo «digno» y de lo «infame», acerca de lo bello y de lo obsceno, acerca de la generosidad y del desfalco.

En el despliegue de esa máquina de guerra que es la retórica, el señor Sánchez ha erigido en fulcro la captación del voto femenino, no regateando proclamas lastimeras acerca de la doliente condición de las mujeres. En buena parte anacrónicas, dentro de una sociedad jurídicamente igualitaria. Pero eficaces, sin embargo, en lo que remiten a la resonancia de una memoria no pocas veces sombría. La prostitución –y, de un modo más sangrante, el proxenetismo, esto es, el enriquecimiento de terceros sobre el trabajo de las prostitutas– ha venido fijando, desde su llegada al poder, un umbral crítico. El que permite hoy expulsar de su partido a aquellos que hubiesen contratado una prestación de sexo venal. Lo cual no parece incluir a aquellos que de esa contratación hayan acabado por recibir su tasa de beneficio.

Y ahí las cosas se enturbian por completo. ¿Beneficiarse del inmueble que paga un proxeneta es legítimo para un defensor político de la completa prohibición del comercio sexual? Es difícil conjugar ambos movimientos. Tal vez no sea imposible. Lo ignoro. Y seguiremos todos ignorándolo mientras el señor presidente no se tome el cuidado de explicárnoslo. Sin eufemismos.