Beatriz Becerra-El Español
  • Se nos dice que el futuro pasa por las energías limpias, pero se nos oculta que seguimos pagando el precio de una política energética improvisada y opaca del pasado.

Para sacudirme el bochorno de la política de tierra quemada que está asolando nuestro país, este fin de semana me propuse abrir el foco y leer sobre temas diversos en medios que no suelo visitar. Y, miren por dónde, el efecto fue el contrario: acabé descubriendo más agujeros negros.

La poca atención mediática a uno de ellos me ha resultado especialmente sorprendente.

Resulta que España está perdiendo activos fuera de nuestras fronteras, embargados para pagar deudas reconocidas en sentencias firmes, mientras aquí se nos mantiene a oscuras.

Yo, que me tengo por una persona informada, no lo tenía ni de lejos en el radar. Pregunté a mi entorno y uno tras otro se encogían de hombros.

¿A ustedes tampoco les suena? Pues se trata de los embargos internacionales de bienes españoles que están en curso por el impago de las primas a las renovables.

Hagamos un poco de historia.

El caso de las renovables arranca hace dos décadas, cuando España quiso erigirse en pionera de la energía limpia y atrajo inversiones con primas generosas, incentivos extraordinarios que garantizaban a los inversores retornos elevados. España fue líder mundial en atracción de capital hacia la solar y la eólica.

Lo que no se contó entonces con suficiente claridad es que esas primas se concedieron sin una planificación financiera rigurosa, acumulando un «déficit de tarifa» eléctrico gigantesco.

No, no había plan ni cálculo serio detrás. El déficit de tarifa creció como una bola de nieve imposible de parar. Y cuando el Gobierno de Rajoy recortó retroactivamente esas primas en 2013, se rompió la confianza. Los inversores acudieron a tribunales internacionales, y uno tras otro, ganaron.

Hoy ya no hablamos de advertencias. Hablamos de embargos ejecutados en Washington, de autos en Canberra, de ingresos de Enaire en Eurocontrol retenidos en Bruselas. Incluso inmuebles culturales, como el Instituto Cervantes de Londres, aparecen en el punto de mira.

La palabra «España» figura en registros judiciales extranjeros como la deudora que se resiste a pagar. Y aquí, mientras tanto, seguimos entretenidos con fuegos artificiales.

Lo más insoportable no es la cifra (casi mil millones de euros que podrían ir a hospitales, aulas o residencias), sino la incompetencia y la mentira.

Se nos hurta la información básica: cuánto debemos, qué bienes están comprometidos, cuánto dinero de los Presupuestos se aparta para tapar esta sangría. Cuántos intereses lleva acumulada la deuda.

Cada euro embargado para un fondo que gana un laudo contra España es un euro que falta en un servicio público. Y cada embargo es una grieta más en la confianza internacional, ese capital invisible que sostiene a un país tanto como el económico.

¿Quién querría invertir a largo plazo en un país que se resiste a cumplir sus compromisos, aunque sean fruto de errores propios?

Pero en España hemos convertido lo extraordinario en rutina.

Lo sorprendente no es que existan deudas derivadas de (malas) decisiones políticas. Lo indignante es la falta de transparencia con la que distintos gobiernos, de uno y otro color, han gestionado un problema que no deja de crecer y que amenaza directamente la caja común.

¿Y qué han hecho los sucesivos gobiernos que nos hemos dado los españoles?

Responder tarde, mal y nunca. Pleitear en todas partes, pagar a cuentagotas cuando ya no hay escapatoria, negociar en la sombra sin rendir cuentas y, sobre todo, ocultar a los ciudadanos el verdadero alcance de la deuda.

Desde el PSOE hasta el PP, pasando por coaliciones recientes, todos han preferido la opacidad y el cortoplacismo. Nadie ha querido asumir el coste político de explicar la magnitud del problema ni de diseñar una estrategia seria de salida. Uno tras otro, han optado por esconderse tras el lenguaje técnico, por maquillar las cifras y callar lo incómodo.

Esto no es una cuestión de ideología, ni un episodio menor. Ninguno ha querido asumir responsabilidades. Viene de Zapatero, pasó por Rajoy y se ha agravado con Sánchez, que ha llevado a otro nivel la práctica de convertir la opacidad en sofisticada política de Estado.

El ruido de hoy sirve para distraer de lo esencial: que estamos siendo embargados y ni siquiera lo debatimos. Se ha confiado en tecnicismos de Bruselas para ganar tiempo, como si eso pudiera frenar la maquinaria judicial de Estados Unidos o de Australia. Pero el tiempo se agota. Y los embargos se multiplican.

Mientras tanto, la ciudadanía está completamente al margen. No se nos informa de qué bienes pueden ser embargados, ni de cuánto se ha provisionado en los Presupuestos, ni de qué negociaciones se llevan a cabo.

Nos enteramos por la prensa internacional de que un juez australiano rechaza la inmunidad soberana de España, o que un tribunal de Washington autoriza la ejecución de un laudo.

Y nos encontramos ante una paradoja difícil de manejar: se nos dice que el futuro pasa por las energías limpias, pero se nos oculta que seguimos pagando el precio de una política energética improvisada y opaca del pasado.

Se nos anima a confiar en la seguridad jurídica del país, mientras tribunales extranjeros embargan activos públicos por incumplimiento de la palabra dada. Se nos asegura que el Estado defiende el interés general, pero lo hace a costa de hipotecar servicios esenciales.

No, no se trata de negar la complejidad del asunto ni de proponer soluciones mágicas. Pero la solución no pasa por seguir litigando sin horizonte ni por resignarse a pagar a golpe de embargo.

Hace falta una política clara y propositiva, como mínimo, en tres frentes:

1, transparencia (inventario de laudos pendientes, cantidades reclamadas, acuerdos alcanzados y activos en riesgo);

2, rendición de cuentas políticas (investigar si hubo negligencia o mala fe en las decisiones originales, además de improvisación o propaganda disfrazada de política energética);

3, y, por supuesto, estrategia coherente (reforma del modelo de incentivos y seguridad jurídica). De lo contrario, estaremos condenados a seguir pagando, en silencio, una deuda que crece fuera de nuestro control.

Embargos de dignidad aquí, embargos patrimoniales allá. Así estamos los españoles: embargados de desesperanza e indignación, y con nuestros bienes públicos embargados por tribunales internacionales.

El patrimonio se puede recomprar, pero lo que no se recupera es la confianza, ni dentro ni fuera. Una nación puede pagar deudas, pero no sobrevive a la desconfianza de sus propios ciudadanos. Y esa es la factura que, por más que se demore, siempre acaba llegando.