Juan Carlos Girauta-ABC
- La envidia, es sabido, lleva su castigo incorporado. A diferencia de otros pecados capitales, no aporta placer alguno
No hay fuente de problemas más ponzoñosa que el resentimiento social. La lacra moral empieza con un tipo agitándose en su cama, incapaz de conciliar el sueño por la envidia, y acaba en una revolución sangrienta. Para detectar la lacra solo hay que ignorar a los politólogos -esos quiero y no puedo del Derecho, la Economía y la Historia- y leer a Dostoyevski. Stalin era un resentido social y Hitler otro. De ahí para arriba (para abajo no hay nada, ellos son el nadir) todo el mal de antes y de después se nutre de la misma cloaca.
A Carlos Marx le remordía la riqueza ajena, salvo que la viera como ocasión de sablazo, su verdadera especialidad. De vasta cultura, pero inútil para mantener a su familia y aun para abrigar a sus hijos, no podrá mantener a raya el infierno de sus muertos. Los muertos de su infinita pereza hechizan la obra con la que conmocionó al mundo, a ver si reventaba. Caballero de la industria -nunca mejor dicho-, cada vez que se humilló ante Engels sumó una nueva causa de agravio y aflicción.
El resentido social se amarga solo, no necesita colaboración. Pero si algo le ofende sobre todo es que atiendan sus gritos de auxilio. Esa paradoja lo hace intratable. Cuanto más desespero tiene que poner, más rencor le guarda al generoso que se ha compadecido. Los Engels del mundo no solo sostienen a los Marx, sino que son capaces de consagrar su energía y sus recursos a finalizar las obras del desgraciado que tuvieron por amigo. Inconscientes de la turbia trama de dolor que el preterido del destino deja tras de sí, allende la muerte, las almas limpias solo ven virtudes en sus sablistas.
Sería instructivo acreditar la gran afición a la delación que exhibieron muchos porteros madrileños durante la Guerra Civil. El del tercero es de misa, y creo que en el entresuelo esconden a una prima monja. Interesante pero deprimente, como todas las bajezas demasiado humanas que, bajo la capa de lo ideológico, subyacen en la maldita España de los treinta.
Más interés encierran para mí los súbitos pinchazos en el corazón que acaban de sufrir unos señores al saber de ciertos jovenzuelos que arrastran seguidores por millones, ganan una fortuna y, en uso de su libertad y con todo el derecho, eluden la confiscatoria fiscalidad española yéndose a vivir a Andorra, pues son tan afortunados como para seguir facturando desde donde les dé la gana.
Los nuevos envidiosos me desconciertan (los viejos también): siempre han comido, y hasta bebido; estudiaron con provecho y tienen la vida asegurada gracias a sus puestos en la Función Pública, esa nueva nobleza. Pero, ay, qué desgraciados se sienten, qué dolor más profundo les provoca esa liviandad, esa facilidad, esa prosperidad ajena. La envidia, es sabido, lleva su castigo incorporado. A diferencia de otros pecados capitales, no aporta placer alguno. Te condena por haber sufrido sin contraprestación. Es vicio de idiotas.