Rubén Amón-El Confidencial
El coronavirus precipita una morgue gigantesca en la capital y se ceba con los madrileños, aunque los madrileños seamos foráneos o extranjeros
No pudo ser más despiadada y feroz Clara Ponsatí cuando recurrió a la crueldad para lucir el ingenio supremacista. “De Madrid al cielo”, decía la alcahueta del soberanismo. Y convertía el eslogan cultural de la Movida en el epitafio que identifica a millares de muertos en la capital.
De Madrid al… hielo han transitado esta semana los infectados difuntos. Protagonizan un sórdido peregrinaje en ataúdes comunes. Se amontonan en el congelador industrial que habilita la mayor pista de patinaje de la ciudad. Porque el frío conserva mejor la carne macilenta.
Muy lejos del cielo, el Palacio de Hielo es una morgue hiperbólica que sepulta el dolor y que neutraliza por razones profilácticas el derecho al duelo. No se lo pueden proporcionar los familiares a sus hermanos. Ni pueden recibir flores los difuntos. Custodian la fortaleza los funcionarios del Estado y los voluntarios, todos ellos revestidos de uniformes asépticos, provistos de mascarillas y guantes, pero sobrepasados por la relación inhumana y rutinaria y “democrática” de la muerte. El pobre ha muerto como el rico.
Y los madrileños encabezaban la criba por razones demográficas y porque el foro desempeña el eje gravitatorio del tránsito de personas y de las actividades económicas. La idiosincrasia abierta y tolerante de Madrid ha engendrado un mecanismo perverso que multiplica en sentido contrario la desdicha y la desgracia. Por eso no puede hablarse de madrileños fallecidos. Habrá difuntos que nacieron en la capital, pero muchos otros estarían de paso. O llevarían poco tiempo arraigados en la villa. O se establecieron hace unas décadas. O vinieron del campo, o del exilio. Los madrileños no existen o no existimos, al menos desde las agotadoras consignas nacionalistas y preceptos indentitarios. La identidad de Madrid es la ausencia de identidad.
Otra cuestión es el carácter. El madrileño lo tiene. Hacemos un poco las cosas por nuestros huevos, pero la definición cultural y sociológica de Madrid solo se explica por la personalidad que le han otorgado los foráneos y los extranjeros. Si morimos los madrileños, quiere decir que nos estamos muriendo los extremeños y los gallegos. Y los venezolanos que escapan de Maduro. Y los ecuatorianos que huyen de la pobreza. Y los marroquíes que han aprendido a nadar a fuerza de ahogarse. Madrid es el Chinatown de Usera y el laberinto étnico de Lavapiés.
Las tierras madrileñas prosperan gracias al aluvión y a la mezcolanza de procedencias. Un servidor, por ejemplo, es hijo de padre vasco y madre canaria. Y progenitor de un chaval nacido en Italia. Quiero decir que el madrileño puro es el último en llegar y el primero en marcharse. El madrileñismo es el camino más lejano del nacionalismo. Porque hay muy pocos madrileños de antiguo abolengo. Y porque los madrileños no sabemos cantar nuestro himno ni nos hemos aprendido la letra, más allá de las versiones apócrifas de Sabina. Pongamos que hablo de Madrid.
«La identidad de Madrid se la damos todos. Los de fuera y los de dentro. Los vivos y los muertos»
Joaquín Leguina, expresidente de la comunidad nacido en… Cantabria, le reprochó cariñosamente a mi padre, Santiago Amón, haber ideado junto a Cruz Novillo una bandera “un poco vietnamita”. Se refería Leguina a las siete estrellas que tachonan el fondo rojo de la enseña autonómica. Y que le conceden, es verdad, un aire revolucionario e insumiso, por mucho que representen a la Osa Mayor en el cielo carmesí de Castilla. Quizá fue un error echar a los franceses, qué puedo decir, donde esté Pepe Botella que se quite Ana. Y quizá deberemos ir admitiendo que nuestra ciudad es más acogedora que bonita, pero tengo un amigo catalán, muy catalán, señora Ponsatí, que ha encontrado en Madrid el hallazgo de la ciudad perfecta. Lo que me dice es que cuando le saturan el soberanismo, la presión independentista, el folclore de la diferencia, sale de casa y pasea por Madrid. O por Madrit. Y, atención, se vacía de identidad y recupera la ingravidez. Se transforma en madrileño mirando el cielo de ‘nuestros’ atardeceres.
La identidad de Madrid se la damos todos. Los de fuera y los de dentro. Los vivos y los muertos. Por eso Madrid es el camino más corto para ir al cielo. Y el camino más desgraciado para acabar en el hielo. Va a costarnos volver a patinar, si es que alguna vez lo hicimos con donosura. Nos temblarán los tobillos. Hacerlo en el Palacio de Hielo sería profanar el cementerio.