FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO

El autor explica cómo la mal entendida idea de la autonomía universitaria ha convertido a la institución en una organización corporativa de la que deriva la mayoría de sus males.

AL FINAL, LAS tropelías que, al parecer, han podido protagonizar algunos políticos han incorporado al orden del día el funcionamiento de la Universidad después de años y años en los que se han sucedido las reformas legislativas sin apenas despertar más interés que el mostrado por círculos minoritarios a los que nadie ha hecho el menor caso.

Así, por ejemplo ¿cómo es posible que se desmantelara el sistema de acceso al profesorado universitario mediante pruebas públicas sin que apenas se oyera una voz crítica o de desacuerdo? Porque el lector ha de saber que, en estos momentos, los tribunales que juzgan a quienes van a ser catedráticos o profesores titulares de por vida los están nombrando en la práctica –y a salvo las excepciones, que puede haberlas– ¡el propio candidato! Y digo «el» en singular porque normalmente no hay más que uno. Es verdad, se me dirá, que hay un proceso previo de acreditación pastoreado por una agencia pero no es menos cierto que a ese proceso le sobra de opacidad lo que le falta de rigor y precisión. Me refiero a la inexistencia en él de una presentación pública de méritos y a la discusión de esos méritos por expertos con los candidatos y entre los candidatos. Hubo una época, la de las habilitaciones, que propició la competencia y el conocimiento de los programas restableciendo al tiempo el sorteo de los especialistas que habían de juzgar las pruebas. Flor de un día. La conclusión es que hoy se acreditan algunos que son magníficos profesionales, precisamente los que no hubieran tenido miedo a enfrentarse a un sistema exigente y público, pero, al mismo tiempo, se cuelan por ese cedazo tan poco sutil personas a quienes les falta el suficiente grado de cocción. Y añado: ha habido reformas universitarias más o menos afortunadas pero es mérito (y lamento decirlo) del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero haber culminado la más desastrosa de todas: de ella se derivan los males más groseros y más infecciosos que aquejan al entero sistema.

Sigo: ¿cómo es posible asimismo que la composición de los tribunales que juzgan las tesis doctorales esté confiada a lo que dispongan las Universidades sin más exigencia que la de ser doctor (no fontanero ni guardia urbano) con experiencia investigadora acreditada, así, sin mayores precisiones? Ahora se está hablando del que juzgó la del actual presidente del Gobierno y muchos nos echamos las manos a la cabeza a la vista de su insuficiente calidad pero eso es así, o puede ser así, en todas las pruebas de doctorado que se realizan en las Universidades españolas. Además desde hace poco se ha reducido a tres el número de juzgadores cuando siempre habían sido cinco. Con la excusa de ahorrar en dietas y demás. ¿Por qué no se ahorra en remunerar a cargos y más cargos que nombran los rectores para ganarse los votos? Porque sépase que la gestión universitaria está en buena medida en manos de un personal puesto a dedo por quien es elegido para ejercer la magnificencia rectoral, la mayoría de ellos profesores que nada saben de la muy complicada gestión universitaria y que, por ello, si algo les sale bien es por casualidad.

Repito: cuando se han aprobado todas estas reformas malhadadas, lamentables y vergonzosas ¿alguien ha dicho algo? ¿fuera de la Universidad o dentro? Muy poquitos.

Tampoco la multiplicación de Facultades y Escuelas, sin ofrecer serias señales de especialización en todos los rincones de España, nunca ha sido puesta en la picota. Al contrario, los medios de comunicación locales han celebrado que los rectores consiguieran que se les reconociera por la autoridad (in) competente los títulos más estrambóticos.

En fin, están los másteres. Lo estamos viendo: cada español quiere adornarse con uno de esos másteres sembrado por los nuevos planes de estudio que, acortados en sus dimensiones tradicionales, han crecido y se han alargado –como planta trepadora y enredadera– por el costado del máster.

El hallazgo tiene mucho de abominable pero es el inventado en esta España preñada de vacuidad, esta España trocada por los encantadores en alijo de papanatas. Ha consistido el negocio –porque negocio es– en acometer contra las licenciaturas dejándolas en los huesos de un puñado de asignaturas: lo que siempre se había estudiado en cinco años pasa a «no estudiarse» en tres o cuatro encomendándose el resto a un máster. ¿En manos de las universidades? Sí pero también de una sociedad mercantil, unos grandes almacenes, el despacho de unos abogados, un consorcio de seguros… lo que sea siempre que el anuncio del producto (porque de producto se trata parecido a una aspiradora) esté formulado en inglés.

Y así el colmo de la cursilería es el propio nombre: máster. No maestría: máster … en Márketing digital, máster en Couching y máster en Fundraising y del máster al ránking y del ránking a… al artificio tontuno, al mundo trabucado y de trabucaires, es decir, a la imbecilidad manifiesta. Que es donde estamos. Con decir que hay un máster para conseguir el título de influencer me parece que no queda nada por añadir.

Pero añado: lo repugnante es que este embeleco destinado a acabar con lo más preciado que tiene una sociedad, a saber, la cultura, la formación y la educación, ha sido votado y decidido con entusiasmo, cuando no impulsado, por fuerzas políticas que se envuelven en una bandera, la del progreso, convertida así en siniestro sudario mortuorio. Pedir ahora la publicidad de los trabajos universitarios, lo que han impedido en el Congreso los dos partidos mayoritarios, está bien pero a mí se me antoja que es algo parecido a imponer por ley que el personal se duche.

DE RESULTAS DE todos estos enredos casi todos los españoles son alumnos y, poco después, profesores de un máster, en realidad, sacerdotes de un culto trivial. No acaba aquí el flagelo: por encima del profesor de máster está el director de máster y, junto a él, el codirector de máster y el coordinador de máster, casi siempre camaleones del viento como diría nuestro Baltasar Gracián. Sí, Gracián, aquel jesuita que en el siglo XVII defendía la primacía de la «testa sobre los textos».

España, lector, ha quedado envuelta en un máster como esos edificios que Christo, artista búlgaro, envuelve en sus paredes de nailon.

Culpable de estas extravagancias que padecemos es la idea de la autonomía universitaria. Admitida con la mejor intención en la Constitución, hoy no existe más que en la forma de un corporativismo generador de una endogamia implacable. Porque, y esta es la clave, se ha olvidado que lo relevante no es la autonomía de una organización que vive del dinero público sino preservar el ejercicio, por los individuos concretos que en ella desarrollan su trabajo, de sus libertades básicas: de investigación, de cátedra, de expresión… Este es el núcleo del asunto, lo que en verdad vale la pena defender y para ello, en un Estado de Derecho, no es necesario ampararse en una autonomía tergiversada que, en puridad, ha envuelto un servicio público como es el universitario en una organización gremial y corporativa.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario. Autor del ensayo El mito de la autonomía universitaria (Civitas, varias ediciones) tiene en prensa un relato de ficción (Editorial Funambulista) titulado Novela ácida universitaria. Aventuras, donaires y trapacerías en los claustros.