El Correo-JUAN CARLOS VILORIA 

Es un lugar común, pero hay que recordarlo. Esto arranca cuando el joven Felipe González, con la mayoría absoluta del 82 en el bolsillo, se autoconvence de que el poder judicial, en el sentido más amplio de la expresión, está controlado por jueces y magistrados poco partidarios. O sea, de derechas. O del antiguo régimen, para entendernos. Ahí empieza la estigmatización del colectivo. Si terminaste la carrera y te nombraron algo antes de la llegada de los socialistas al poder, por definición no puedes ser un juez imparcial. A partir de esa profecía autocumplida, se diseña el nuevo protocolo de elección del órgano de control de los jueces y la auténtica politización del cuerpo. Con la inestimable implicación del entonces vicepresidente Alfonso Guerra y el ministro de Justicia, Fernando Ledesma, se pega el cambiazo a la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y tres años después de su llegada al poder se desposeyó a jueces y magistrados de su originario derecho a elegir a 12 de los 21 integrantes del CGPJ transfiriendo íntegramente al Parlamento la elección de todos ellos. Desde ese momento cualquier juez que aspirase a llegar a los puestos más golosos de la carrera (Supremo, Audiencia Nacional, CGPJ y un largo etc) debería contar con la, digamos, empatía de uno de los partidos que controlan los nombramientos. PSOE o PP. Y, a partir de estos días, también de Podemos.

Más de treinta años después y a raíz del escándalo Cosidó, muchos se han rasgado las vestiduras. Con razón. Pero con hipocresía. Como diría el gendarme de ‘Casablanca’ en el garito de Rick: «Señores esto es un escándalo: aquí se juega». El poder político tiene controlado al poder judicial. Esto es un cambalache y un cambio de cromos. Durante treinta años siempre ha sido así. Con el PSOE o con el PP en el poder. Con la diferencia de que cuando en Moncloa estaba uno, el otro le acusaba de «politizar» la Justicia. Y viceversa. Postureo puro y duro. En 2010 un movimiento de protesta desde las bases de la carrera judicial se plasmó en el ‘Manifiesto por la despolitización’. Lo firmaron casi 1.500. Estamos hablando de hace ocho años. Con el PP de vuelta a la Moncloa tras el crack de Zapatero, los conservadores exploraron nuevamente el sistema para dar mayor peso a los jueces en la designación de los órganos del poder judicial. Gallardón tuvo listo el proyecto para cambiar la ley orgánica pero Rajoy la metió en el cajón. ¿Y si salía Garzón de presidente del Supremo? Un suponer.

La tesis de que la Justicia y el poder van de la mano, camino que dejó abierto el dúo González-Guerra enterrando a Montesquieu, ha acabado arrastrando a todos. Incluido Podemos. Y ahora en tiempos de furia y fuego con la política, la sedición, la corrupción, mezclados en un cóctel letal, no te digo. Por eso la renuncia del juez Marchena puede marcar un punto de inflexión. Un aldabonazo para que el poder deje de manosear, adulterar y deteriorar la administración de Justicia. O no.