Editores-Eduardo Uriarte Romero
La retirada del Gobierno de Sánchez de la negociación bilateral que mantenía con el Gobierno de la Generalitat, relator incluido, ante la presión popular que la iniciativa ha causado, no es óbice para comentar lo desafortunado de la idea, pues en el ADN del socialismo actual está inserta la búsqueda de acuerdo con los adversarios del sistema constitucional. Desde la presidencia de Zapatero, larguísima negociación con ETA mediante, fuimos testigos del poco respeto que la legalidad merece al PSOE de hoy, y que un exagerado interés partidista le autoriza a subvertir el marco legal que ordena la convivencia política de toda la ciudadanía. Nada garantiza que la iniciativa frustrada en esta ocasión se mantenga subrepticiamente, o se vuelva a dar dentro de unos días.
La cultura dominante de la progresía, que ha acabado por conformar lo políticamente correcto, idólatra cualquier diálogo y negociación siempre que subviertan lo establecido. Esta circunstancia ha facilitado el empeño del Gobierno en una negociación con la Generalitat ajena a las instituciones públicas rematada por un relator que sacralizara lo acordado a espaldas de la legalidad. Un disparate, el más brillante anatema republicano, una auténtica explosión de acracia, negociación que el pasado hubiera sido considerada aberrante. Lo nuevo y afortunado ha sido esta especie de Dos de Mayo que se ha producido expontaneamente, esta reacción generalizada ante lo que era el secuestro de la soberanía popular por un cenáculo con separatistas.
Es cierto que el socialismo español poco se ha preocupado por educar a sus afiliados en política, en republicanismo, en democracia liberal. El sindicalismo le pesa demasiado y la bandera de lucha de clases, más en versión anarquista que marxista, esconde todas las ignorancias que hoy hace posible tener el presidente y el Gobierno que tenemos. La izquierda ha hecho posible en la sociedad una cultura de la antipolítica donde finalmente los nacionalismos derrotados el siglo pasado emergen, empezando los de la periferia territorial, para acabar favoreciendo la posibilidad de que emerja con toda su temible potencia el que en ciernes está apareciendo. Un indeseable nacionalismo español -tan indeseable como los periféricos- promovido por los disparates y errores del socialismo y sus adláteres nacionalistas catalanes y vascos.
En esta incultura de lo políticamente correcto el terreno a conquistar, desde el comercio a la religión, llegando finalmente a la política, es el de las buenas apariencias, y con ellas las nuevas legitimidades, que no tiene que ver con la igualdad republicana, sino con la diferenciación, el particularismo, que por ser tales reclaman el privilegio de la discriminación positiva. Injusta donde las haya, aunque sea necesaria en algunas ocasiones.
En el magma de las buenas apariencias -sólo rota cuando la justa reacción del pueblo clama por sus derechos- el diálogo se lleva la palma de las actitudes para resolver cualquier tipo de problema. Diálogo sin barreras, diálogo hasta el amanecer, diálogo como práctica benéfica para cualquier contencioso -por perjudicial que fuere, ¿qué malo hay en ello?-, siempre y cuando no se tenga en cuenta el marco que todo diálogo debe respetar, el marco legal, el marco que hace posible la política. Diálogo mágico, vacío, encaminado a sustituir la deliberación parlamentaria en el seno de las reglas constitucionales.
Sin embargo, entonces, los adalides del diálogo, cuando se les avisa que éste debe producirse en el seno de la ley, entonces, entonces, lo llaman imposición y represión. Las cosas se resuelven por el dialogo sin referente alguno, es decir, sólo con los referentes de parte. Ese es el diálogo nacionalista, falso como las baratijas de los charlatanes de feria, pero de buena apariencia. Que es lo que parece que vale en esta sociedad de lo virtual.
Así, pues, en la sociedad de las apariencias, el dialogo es una cota que una vez alcanzada por un bando no dejará de exhibirlo condenando al otro de no dialogante. En el caso del nacionalismo catalán acusando al otro de responder con represión al diálogo, cuando tal diálogo se enarboló desde el principio desde fuera del espacio político y conculcando la legalidad. Sin embargo, creen ser ellos los dialogantes porque desde enfrente nadie les ha dicho que sin respeto a las leyes no hay diálogo. En parte es debido a que políticos que en principio estarían a favor de defender la legalidad constitucional dieron repetidas muestras de saltársela para no crispar a los dialogantes, por lo que estos pudieron continuar con su escalada de diálogo y secesión. Una vez que el secesionismo se ha apoderado de la palabra diálogo disfraza todas sus pretensiones como justas.
La ignorancia de la izquierda socialista se deja seducir por el discurso de la bondad del diálogo cuando ningún republicanismo europeo estaría dispuesto a prestar el más mínimo tiempo. Pero, quizás, la causa de esta seducción esté, precisamente, en que la izquierda española no es republicana, en que la izquierda española políticamente es idiota. Gran bagaje sindical, obrerista, revanchista hasta el tuétano tras todas sus aventuras y guerras perdidas, irreflexiva, pero cainita hasta parodiar la Vida de Brian. Evidentemente, muy capaz de venderse a los secesionistas catalanes simplemente para que su resistente líder del Falcón siga en el poder. Que es al final lo único que cuenta para el socialismo español.
El esperpento es monumental. A las puertas del juicio más importante que va a soportar la democracia española, el Gobierno se había empeñado en dialogar bilateralmente con el Gobierno de la Generalitat cuestiones de naturaleza política que dieron origen a la existencia del proceso que se va llevar a cabo. Para colmo, diálogo fuera de las instituciones, fuera de la legalidad, bajo la autoridad de un relator que a manera de juez bíblico iba a otorgar sacralidad a lo acordado a espaldas de la ciudadanía. Sorprendentemente en esta ocasión se ha producido una patriótica reacción.
Eduardo Uriarte Romero