HERMANN TERTSCH, ABC – 09/09/14
· Como todos los nacionalismos, el escocés se ha extendido y agravado como una enfermedad que agrede al sentido común y a la empatía.
Han causado espanto en Londres y en todas las capitales europeas los sondeos que por primera vez dan en Escocia vencedor al «sí» nacionalista en el referéndum sobre su independencia que se celebra el próximo día 18 de septiembre. Como dice el alcalde de Londres, Boris Johnson –una de las cabezas más brillantes hoy en el Reino Unido– «dentro de diez días podemos estar deambulando todos como zombies a ambos lados de la frontera escocesa. Y se habrá destruido una de las partes fundamentales de nuestra identidad». Como zombies o gallinas sin cabeza, decapitadas en su pensamiento e identidad sin que nadie sepa muy bien cómo ha sucedido todo. Se han encadenado hechos y palabras, imprevistos y emociones, casualidades y trivialidades y de repente todo entra en una deriva en que lo peor se consuma.
Como todos los nacionalismos, el escocés se ha extendido y agravado como una enfermedad que agrede al sentido común y a la empatía, como una peste que apela a los instintos y sentimientos más simples y mórbidos. Al final van muchos a la urna que votan «paisito» con un estado de ánimo en el que se mezcla chovinismo y sentimentalismo con fobia a Cameron o Thatcher y al establishment de Londres que ha despreciado la consulta. Y se vota tragedia por mil factores de agravio, ofensa y ofuscación coyuntural. En una mañana se ha dinamitado un Estado grande y magnífico de gloriosa historia. Y se arranca de cuajo la cabeza a todos.
Sin más. Se arranca gran parte de su identidad a los otros británicos al tiempo que se la arrancan los escoceses a sí mismos. Puede pasar el día 18 próximo y será una inmensa desgracia. Como lo habría sido hace veinte años en un Quebec que no dio el salto al vacío por poco. Hoy una amplia mayoría no quiere tentar más a la suerte. Está feliz de que, por los pelos, aquel 30 de octubre de 1995 saliera el «No» vencedor. Fueron 2,308,360 «Yes», un 49.42% y 2,362,648 «No», un 50.58%. Por poco más de 25.000 votos, el aforo de un campo de fútbol de segunda división, no sucumbió un grandioso país como Canadá.
Dentro de diez días puede que el Reino Unido deje de existir y dejará de existir también Escocia. Porque lo que surja de allí, de esa decisión de la autodecapitación y de la expresión, en un instante ante la urna, de la negación de la historia propia de siglos, no será la Escocia que se conoce. Ni la de su siglo de oro, el XVIII en que fue la vanguardia de la ilustración en el mundo. Y lo fue como parte de la Corona británica. Voltaire llegó a decir que «Miramos a Escocia por todas nuestras ideas de civilización». Fue la Escocia británica abierta al mundo, fulgurante con el pensamiento y el comercio y también la industria.
No será un país normal lo que surja en lo que ha sido Escocia, por pacífica que sea una mutilación que no dejará más que perdedores tullidos. Bajo el siempre cerrado y mezquino dominio de la obsesión nacionalista. Estará fuera de todos los organismos, fuera de la UE. El nacionalismo achacará todas las desgracias del joven estado tullido al vecino amputado y dolido. Y las relaciones no se normalizarán en generaciones. Y se verá si las fronteras están tan claras.
En España, un separatismo catalán triunfante tendría una vocación expansionista tan acendrada que haría el conflicto armado prácticamente inevitable a medio plazo. Por fortuna, España tiene, como tantos grandes estados, recursos legales para evitar la autodecapitación. Y ninguna minoría de españoles puede convertir Cataluña en el estado chovinista y totalitario que algunos pretenden.
HERMANN TERTSCH, ABC – 09/09/14