Manuel Montero, El Correo 02/01/13
Cabe justificar la federalización como consecuencia lógica del desarrollo autonómico, pero resulta inane como forma de contentar a los soberanismos nacionalistas.
Hay argumentos serios para defender la reforma federal de la Constitución, pero la forma en que se está planteando el debate lo vicia y lleva hacia un callejón sin salida: un nuevo espacio para la ruptura y la lucha sectaria. No llega a la opinión pública como un proyecto a compartir sino como un banderín con el que imponerse sobre la otra parte. La peor manera posible.
La forma que adopta el Estado (centralizado, autonómico, federal, confederal) no es una cuestión menor ni lo son los propósitos de su enmienda. Cualquier rectificación del modelo actual exigiría un análisis detenido, la crítica a los fallos del sistema y la configuración meditada de las alternativas. Análisis y críticas los encontramos en algunos medios intelectuales, pero no se atisban en el planteamiento de los partidos. Sorprende en especial el desplazamiento abrupto hacia el federalismo por parte del PSOE. Desde hace unos meses dice que será su nueva alternativa: se hacen federales, de la noche a la mañana. Es una propuesta de enjundia, que casa mal con el aire de improvisación que la acompaña.
No es que sea una idea novedosa ni original. Desde hace tiempo muchos juristas la plantean como la forma de racionalizar nuestra organización territorial. Su argumento: el Estado de las autonomías ha llegado a ser federal de facto, pero con las rémoras de un origen que desconfiaba del federalismo, así como del desarrollo anárquico en el que las transferencias las decidieron las coyunturas políticas. Vista así, la España federal no sería una ruptura sino el paso lógico tras la progresiva federalización durante tres décadas. Mejoraría el régimen político, sin duplicaciones de competencias, con criterios compartidos para la financiación regional y un Senado que cumpliera la función territorial. Esta vía federal se basaría en la solidaridad y el consenso, no en despieces de la soberanía ni en desarrollos de esencialismos locales.
Esta lógica desaparece cuando el federalismo irrumpe en el debate político. Llega asociado al reconocimiento de soberanías regionales o como una alternativa al concepto de soberanía que desarrolla la Constitución. Vinculada a la crítica radical de la Transición, la propuesta federalizante se presenta como una alternativa al régimen actual, no como su mejora: una especie de panacea que nos sacará de todos los males. Y surge como una respuesta comprensiva del independentismo catalán, aunque éste recela de la idea federal, como de tantas otras cosas.
Por lo que se explica, la conversión socialista al federalismo se hace para «encajar las reivindicaciones catalanistas». La idea es incongruente. La cuestión catalana no se resolverá por esta transformación general del Estado. Sucederá lo mismo que en su día con el ‘café para todos’ del diseño autonómico: no sirvió para aplacar las iras nacionalistas, sino para potenciarlas e incrementarles la audiencia. Cabe justificar la federalización como consecuencia lógica del desarrollo autonómico, pero resulta inane como forma de contentar a los soberanismos nacionalistas.
Los nacionalismos no aspiran a reunirse en pie de igualdad con otras quince comunidades autónomas o ‘Estados federados’ para llegar a acuerdos, sino a relaciones bilaterales, de igual a igual, entre Barcelona y Madrid, entre Vitoria y Madrid, por lo que la sugerencia no cambiaría los términos de la cuestión ni le daría nuevo encaje. La federalización les sería un paso más en su construcción nacional, no un punto final.
Tampoco funcionaría la ocurrencia del ‘federalismo asimétrico’ que se viene oyendo y que sugiere que en los futuros ‘Estados federados del Estado español’ no todos serían iguales, sino unos más iguales que otros, en aplicación del principio nacionalista (y autonómico) de que la solidaridad bien entendida empieza por uno mismo. Nuestra experiencia anticipa que esto es imposible. La Constitución establece distintos tipos de autonomías, pero los techos autonómicos se generalizan rápidamente. Las autonomías no nacionalistas se apresuran a dotarse del mismo nivel de autogobierno de las otras: ocurriría lo mismo con los Estados federados.
Tampoco se ve cómo la federalización de España encauzaría el independentismo catalán (y vasco). Sí se atisba que, tras poner patas arriba el entramado institucional, serviría para dotar a las ansias locales de nuevas trincheras desde las que disputar lo que quede del pastel. En treinta años de desarrollo autonómico se ha logrado que la cuarta parte de los españoles añore la centralización. No hay razón para suponer que otra vuelta de tuerca invirtiese la percepción. A lo mejor aumentaría el cabreo y la inquina a los autogobiernos locales y localistas.
No se entiende la ‘salida’ socialista de un modelo federal. Preocupa que un partido nacional improvise sobre cuestión tan crucial y que quiera tapar sus vías de agua por el medio de generalizarlas. Sigue pesando la fascinación que a la izquierda española le provocan los nacionalismos, que les tiene acomplejados. ¿De verdad creen como antaño que son ‘fuerzas de progreso’ y que lleva a algún lado seguirles la corriente o montarse en su ola?
La adopción del federalismo como bandera alternativa a la derecha, con sugerencias de soberanías distintas a la constitucional, impedirá la racionalización de nuestras estructuras territoriales. Creará un nuevo campo de batalla. Tendremos centralistas, autonomistas, federales, confederales, soberanistas, independentistas, todos a la búsqueda de las incompatibilidades mutuas para mejor argumentar a la contra.
Manuel Montero, El Correo 02/01/13