El funcionario Alsina se estaba explicando de un modo articulado y preciso, compartiendo con el tribunal las preocupaciones que le causó la lectura de la providencia del TC. Explicaba también su intervención posterior ante miembros de la comunidad educativa acerca de la responsabilidad que podían contraer si cedían los colegios, sin más (sin órdenes claras, por escrito, firmadas e identificadas), para la realización de un acto ilegal. Fue entonces cuando el letrado Entrena le interrumpió y le preguntó por sus estudios. «Licenciado en Ciencias Matemáticas», contestó. Cualquiera se habría tentado la ropa ante la competencia del funcionario para saber que dos y dos son cuatro. Salvo el letrado Entrena: «Pero usted no es un licenciado en Derecho que pudiera leer la providencia…». Se dio un gran asombro silencioso en la sala ante la posibilidad de que para entender la orden del TC fuera preciso licenciarse en Derecho. Pero es verdad que el asombro se tornó en un largo suspiro tranquilo cuando en el siguiente intercambio de frases con el funcionario el letrado Entrena al fin confesó: «Yo sí tengo estudios de Derecho».
Inútilmente las defensas, con la involuntaria colaboración del fiscal, a ratos torpón y prolijo, se empeñaron en demostrar que los colegios públicos participaron en la consulta en razón del uso social que cualquier grupo de ciudadanos puede hacer de sus instalaciones. No solo dieron al traste con esa posibilidad los inspectores Alsina y Rul, o la profesora Agenjo, pertenecientes a esa variedad de tipos humanos que en cualquier lugar, época y circunstancia saben decir no, sin énfasis y hasta con indiferencia biológica. También especies más comunes, como la profesora Bosch o el inspector Güell, acabaron demostrando por activa o por pasiva que los colegios acogieron las urnas porque así lo decidió y lo organizó su propietario, el Gobierno de la Generalidad. En algún momento la votación se quiso presentar como el resultado de la iniciativa de un grupo de ciudadanos (los voluntarios) a los que el propietario de los colegios, el Gobierno autonómico, había cedido sus instalaciones. Pero fue entonces cuando la profesora Bosch dijo que ese uso social siempre requería, lógicamente, de un contrato entre el propietario de los colegios y la asociación que organiza la actividad. No existe uno solo de esos contratos, entre otras muchas razones porque ni siquiera la asociación de voluntarios existe. Bastaba y bastará con eso, pero ayer declaraba la única directora que se negó a entregar las llaves de su colegio a los funcionarios gubernamentales que las reclamaban. Y dijo, bajo juramento, dos cosas. La primera calibra el nivel de implicación de los funcionarios gubernamentales: su jefa, Montserrat Llobet, responsable de los colegios de Barcelona, le pidió, como a todos los otros directores, que reclutara voluntarios. La segunda revela la inseguridad moral y jurídica con la que Llobet actuaba: cuando Agenjo le pidió una orden escrita para entregarle las llaves del colegio, al tiempo que le anunciaba que haría llegar una copia de esa orden a la delegada del Gobierno español, la funcionaria gubernamental se borró.
El ex presidente Mas va diciendo que la sentencia ya está escrita. Yo le doy absolutamente la razón en esto. Él la escribió, de puño y letra, durante unos pocos días de aquel noviembre y ahora sólo estamos leyéndola.