FRANCISCO ROSELL-El Mundo
Con la impagable colaboración de sus rivales, como se apreció en la descaminada estrategia de la izquierda andaluza –en particular, la presidenta en funciones, Susana Díaz–, Vox principia como actor decisorio al mes de observársele como una atrabiliaria tropa extraparlamentaria. Cuando al surrealista Jean Cocteau le plantearon qué sacaría de su vivienda si se declarara un incendio, éste contestó que «el fuego» en un chispazo de perspicacia. No parece apreciarse ese rasgo de inteligencia en quienes, en vez de sofocar el fuego de Vox, lo alimentan y propagan. De igual manera actuaron con Podemos tanto el PSOE y el PP hasta que el casoplón de Pablo Iglesias en Galapagar ha podido ser su panteón. «Cuando uno no vive como piensa, acaba pensando cómo vive», predicaba desde su vivienda de protección oficial de Vallecas.
La respuesta al enigma de los dos populismos conservadores de ambas orillas atlánticas reposa sobre la mesa, como la carta secreta del célebre relato de Allan Poe. Costaba verla de tan a la vista como se hallaba. No obstante, las anteojeras ideológicas y el ciego sectarismo hacen que pase inadvertido lo que acaece literalmente delante de las narices. Para desentrañar de qué genero está hecho Vox, ayudan las razones que el politólogo Mark Lilla esgrime en su ensayo El Regreso Liberal. Más allá de la política de identidad sobre la aparición de Trump.
A la irresistible ascensión de éste último habría coadyuvado una izquierda empeñada en dirigirse a grupos particulares, en vez de al conjunto de la ciudadanía, virando de paradigma. El elitismo y la desconexión de la realidad de los demócratas (y de una parte republicana) habrían franqueado la llegada al despacho oval de la Casa Blanca de un tipo que conectó los negocios y el espectáculo como antes hiciera en España el ex alcalde de Marbella, Jesús Gil, ex presidente del Atlético, hasta que los jueces le troncharon las alas.
En su declive, la izquierda norteamericana se habría perdido «en la maleza de la política de la identidad», desplegando «una retórica de la diferencia resentida y disgregadora». En esta deriva, donde ha sido clave la universidad, una política de la identidad destinada a corregir injusticias históricas ha degenerado en una excluyente pseudopolítica de la autoestima. Transitando del «nosotros al Yo», por medio de lo que Lilla tilda de «política Facebook» centrada en uno mismo, ha configurado un proyecto más evangélico que político, recreando tal vez desde la izquierda el viejo Ejército de Salvación de la Iglesia metodista protestante.
Desde su perspectiva de izquierdas, Lilla entiende que, si bien la discriminación positiva ha mejorado algunos aspectos de la vida estadounidense, la obcecación con la diversidad ronda lo estrafalario. ¿Cómo explicar –se pregunta– la supuesta urgencia moral de que los universitarios tengan el derecho a escoger los pronombres de género que se deben usar para referirse a ellos? No hace falta viajar a EEUU. En Andalucía, con ocasión del Día de la Mujer, el entonces presidente Griñán pasmó a las féminas socialistas que le envolvían: «llamadme presidenta».
Por mor de ello, la política norteamericana –y, por ende, la española– ha diluido lo común en pro de la «diferencia». Así, en las antípodas de su marido, la ex presidenciable Hillary Clinton apartó al Partido Demócrata de esa senda apelando de continuo a mujeres, afroamericanos, migrantes y homosexuales, en vez de hablar a toda la nación. Fatalmente para ella, la suma de minorías resultó ser una resta electoral contra un aparente Don Nadie. Para más inri, como efecto rebote, esta obsesión con la diversidad impulsó que los blancos, rurales y religiosos comenzaran a considerarse un grupo desfavorecido con su identidad amenazada en un país en el que, cuando se invocaban libertades y derechos, eran para «todos en todo el mundo», en expresión de Roosevelt.
A través del espejo de Trump, Vox busca captar «la cólera del español sentado». Una parte de esa «mayoría silenciosa» –concepto acuñado por Nixon– se ha encomendado a esa advocación partidista. Aprecian estos indignados que la clase media, siendo presa fácil de la voracidad de una fiscalidad cuasi confiscatoria con las rentas del trabajo, se queda sistemáticamente al margen de las ayudas públicas y accede en peores términos a los servicios públicos que sufraga. Al tiempo, sus inquietudes están fuera de una agenda pública que prioriza programas de ingeniería social que socavan sus raíces y creencias.
A este respecto, junto a la defensa de la unidad de España, el control de la emigración y el litigio contra la «memoria histórica», la «ideología de género» –no confundir con el plausible combate contra la violencia machista, aunque se asimilen interesadamente– es tema capital para Vox y fuente de votos. No por casualidad eligió como cabeza de cartel andaluz al ex juez de Familia, Francisco Serrano. Este ha descollado en la denuncia del uso artero de la Ley de Violencia de Género y de la trama de intereses que se apropian de los medios que debían destinarse a jueces y policías para enfrentarse adecuadamente a esta lacra. Ello le costó una carrera judicial a la que renunció a retornar tras un embarazoso pleito que le valió un ostracismo del que ahora emerge como portavoz de una formación reacia a suscribir el pacto andaluz de PP y Cs en lo que hace al Plan de Violencia de Género.
Carece de sentido, no obstante, que tales discordias puedan hacer naufragar el imperativo mandato electoral en favor de un gobierno de cambio que finiquite cuarenta años de régimen socialista. Los andaluces no se lo perdonarían a ninguno de los tres partidos ni viviendo siete vidas. ¿Acaso ignora Vox que, negando su apoyo a la alternancia, servirá en bandeja un gobierno socialista que agravaría las políticas de ideología de género que repudia? Las causas, si no se defienden con inteligencia, engendran más males que curan. La política, como trasunto de la vida, está sometida a complejidades difícilmente resolubles en un pispás.
Bien lo padeció en sus carnes el juez Serrano al que las simplicidades ajenas le entregaron a las hogueras inquisitoriales de los fanáticos de la corrección política. Por eso, debe tratarse más bien de un intento de Vox por marcar las distancias y establecer un campo de acción propio con un gobierno al que investirá. Pero ni engrosará ni dará un cheque en blanco, sino al que condicionará con esos doce escaños que valdrán su peso en oro. Vox sabe que no puede poner en riesgo el cambio, si bien tampoco desea ser un convidado de piedra en asuntos de su programa que le han cosechado tal cantidad imprevista de votos.
Si la «memoria histórica» ni es memoria ni es historia, y mucho menos puede transformarse la Historia en un tribunal que emita sentencias justicieras o justificadoras en función de conveniencias o partidismos, otro tanto sucede con las «leyes de discriminación positiva», cuyos daños colaterales puso de manifiesto Serrano como titular del Juzgado de Familia 7 de Sevilla. Subrayó el uso fraudulento que se hacía de la Ley Integral de Violencia de Género, merced a las denuncias falsas a las que da lugar una norma que juzga, no en función del delito, sino del sexo del infractor. Sentenciase, en la práctica, como aquel jefe cruzado que animaba a los suyos a pasar por el cuchillo, sin miramientos ni resquemores, a todo aquel que tomara por infiel. Ya se encargaría el buen Dios, con su sapiencia infinita, de separar qué almas debían acompañarle al paraíso y cuáles mandar al averno.
Si en diciembre de 2006 la juez decana de Barcelona, María Sanahuja, ya advirtió de las detenciones que se estaban produciendo «sin apenas indicios» por malos tratos, tres años después fue este juez –con el respaldo posterior de sus cuatro compañeras de los otros juzgados de Familia de Sevilla– quien alertó sobre la proliferación de denuncias fingidas. Ello le supuso ser puesto en la picota por quienes no se atienen a razones, sino a sus prejuicios con los que pretenden gobernar el mundo entero si éste se pusiera al alcance de sus designios.
Como el juez Serrano no adoptó la cautela evangélica –«¡Ay de aquel hombre por quien el escándalo viene!»–, padeció la doble vara de medir que la Justicia se gasta cuando la política mueve los hilos de su balanza. Así, al tiempo que sentenciaba como falta leve y multa de 300 míseros euros a Garzón por excarcelar a dos narcotraficantes turcos para los que se reclamaban doce años de reclusión, la Fiscalía solicitaba contra el togado sevillano diez años de inhabilitación y multa de 5.400 euros por atender los deseos de un niño de ampliar unas horas el régimen de visitas para salir, junto a su padre, de paje en una cofradía hispalense.
Su nefando pecado no fue lo dicho, por ser de conocimiento de quien conoce de estos pleitos, sino descorrer el velo de silencio y debelar lo que muchos callan por conveniencia, tras salir en loor de unanimidades en el Parlamento. Más que la calidad de una norma contra el terror doméstico, lo que a los partidos les preocupó fue tomar la bandera feminista, caso del PSOE o Podemos, o no granjearse su enemiga, circunstancia del PP, pero también de Cs, que giró en redondo tras estimar hasta entonces que era una norma inconstitucional por discriminatoria.
De un tiempo a esta parte, los Parlamentos legislan atendiendo a pertenencias o adscripciones grupales. Ello enrarece la convivencia –enfrentando primero a unos contra otros y luego a todos contra todos– e imposibilita el funcionamiento igualitario de la nación. Una civilización democrática no puede fragmentarse tribalmente en clanes en derredor de sus idiosincrasias territoriales, religiosas o sexuales.
Una cosa es combatir la desdicha de la violencia machista y otra desatar una guerra de sexos, azuzada por el resentimiento. Como si muchas mujeres no fueran, a la vez, esposas y madres de hijos sometidos al infierno que desata una denuncia falsa o si los hombres, además de cónyuges, no pudieran ser igualmente padres de hijas víctimas de miserables sin escrúpulos o hermanos de mujeres maltratadas. Claro que si –como dejó escrito Friedrich Schiller– «contra la estupidez incluso los dioses luchan en vano», cómo no ha de cundir el desánimo entre quienes pugnan por introducir algo de racionalidad en un mundo en el que reina una brutalidad idiota.
Tales verdades incómodas sacan de sus casillas a quienes han hecho un negocio político de esa «ideología de género». En vez de reconocer su fracaso en la extirpación del execrable maltrato a la mujer y de cómo prosigue esa espiral de barbarie, se empecinan en el remedio fallido. Einstein, que no ocultaba los fiascos que le llevaron al éxito, sostenía sin ambages que, si se buscan resultados distintos, «no hagáis siempre lo mismo». Pero, en vez de atender esa máxima del gran genio del siglo XX, persisten no sólo en el sostenella y no enmendalla, sino combaten con arrebato a quienes aperciben sobre lo errado del camino.
A lo que se ve, hay que perder toda esperanza de enmienda cuando «vale más fracasar honradamente que triunfar debido a un fraude», según Sófocles. No hay peor negacionismo que el de la realidad. Cual avestruz que entierra su cabeza disponiendo de atléticas extremidades para ponerse a salvo. En esas encrucijadas, como advirtió el bufón de El rey Lear, es cuando los ciegos encomiendan su guía a los locos (y a los aventureros, añadiríamos).