José Luis Zubizarreta-El Correo
- El populismo ultra se difunde por Europa y vive de los desechos que la democracia ignora por la vergüenza que le da no saber qué hacer con ellos
Las recientes elecciones en los länder de Sajonia y Turingia, ambos de la extinta República Democrática Alemana y hoy integrados en la Federal, han confirmado el empuje de la ultraderecha también en el gran país centroeuropeo. El hecho ha causado asombro y temor tanto por su propia dimensión como por su ubicación en este país que tanta importancia actual posee cuanto inquietante pasado acumula. Primer puesto en Turingia y segundo en Sajonia, a escasas décimas de la Democracia Cristiana y más empoderados en ambas regiones por el hundimiento del SPD y la desaparición de los verdes y liberales que con aquél cogobiernan el país, son hitos destacables que no pueden dejar de preocupar dentro y fuera de la reunificada Alemania.
No tiene, por desgracia, ésta la exclusiva del fenómeno. Su aparición y expansión en Europa encuentran explicaciones que varían de país en país. En la antigua DDR, la percepción de la distancia en el nivel de bienestar respecto de la Alemania occidental, vivida como olvido y abandono, está en la raíz de su deriva electoral y adquiere el significado de grito de protesta y rebelión que resuena más sonoro por el recuerdo de un pasado que le da el tono de alarmante añoranza. En Italia, un país tan largamente amadrinado por una complaciente Democracia Cristiana, la fuerte deriva hacia el ultraderechismo de Salvini y Meloni se explica tanto por la orfandad en que la disolución de aquella, aparejada a la de los socialistas y comunistas, lo dejó a raíz de la ‘tangentopoli’ a finales del siglo pasado como por el aprovechamiento que de tal orfandad hizo un Silvio Berlusconi con su extremo populismo. En Polonia, el fanatismo con que los Kaczynski manipularon a una población que había hallado en la Iglesia católica el estímulo para rebelarse contra el comunismo degeneró en el integrismo populista de la actual oposición. Y, aquí, el ‘procés’ catalán fue la espoleta de la explosión de Vox en los comicios andaluces de 2018, mientras las secuelas de tensiones territoriales siguen alimentando su apoyo.
Los ejemplos pueden multiplicarse. La diversidad del fenómeno explica que los grupos que lo integran no hayan sido capaces de formar uno único que los aglutine en el Europarlamento. Pero, a la vez, tampoco ha podido ocultar lo que de común tienen todas sus expresiones. Nacionalismo extremo, vacilante y receloso europeísmo, autoritarismo iliberal, demagogia populista y odio xenófobo son algunos de los rasgos que las aúnan y permiten reconocer su identidad. Las une también, por encima de las citadas definiciones de politólogo, el recurso al descontento y la protesta contra una política que va ‘a sus cosas’, y no ‘a las cosas’, cuyo lenguaje sus adeptos no comprenden y de cuya atención se sienten abandonados. Engloba así a quienes, atrapados y entrampados en las cuentas domésticas que no les cuadran, en el pequeño comercio en que compran a plazo ropa y víveres, en el abono al banco de los intereses del préstamo o el alquiler, en el desvelo diario por estirar el escaso salario hasta fin de mes y acortar las ya cortas vacaciones, en el ocioso merodear por calles y plazas a falta de empleo, en la lucha por encontrar vivienda y emanciparse antes de la treintena, a todos aquellos, en fin, a quienes la grandilocuencia de los grandes números del PIB y del cohete en que va lanzada la economía, en vez de consolarlos y estimularlos, los hiere como insulto y les duele como bofetada en la cara.
Faltos de la cohesión grupal o laboral que en otros tiempos los acogía y amparaba, se sienten hoy solos, expuestos y dispuestos a creer en demagogos que exacerban su queja y los embaucan con promesas de falsos futuros. Se cuentan por miles, si no millones, en nuestro país y agrupan a jóvenes que ni estudian ni trabajan, a parados de corta y larga duración, a fijos discontinuos o empleados mal pagados y, en general, a todos los excluidos del común. No entran siquiera en las estadísticas que maneja la política, abarrotada de cifras en las que sólo cuentan quienes forman parte del sistema, engrosan las listas de ocupados, acrecientan el PIB, estimulan el consumo y la inflación, frecuentan librerías, asisten a espectáculos y alternan en restaurantes, bares y discotecas. ¿De qué se asombra, pues, esa democracia ‘de bien’, a izquierda o a derecha, cuando aquellos le vuelven la cara y buscan cobijo en quien a ella les mira? ¡Menos cordones sanitarios que, además de demostrarse estériles, victimizan y provocan, y más atención, cuidado y empatía es lo que esperan de ella!