JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • El triunfalismo con que el Gobierno presentó la operación de rescate de Kabul contrasta con las trágicas secuelas de una ocupación tan prolongada como inútil

Que le daba «vergüenza ajena», dijo Margarita Robles, ministra de Defensa, de la actitud que el líder del Partido Popular, Pablo Casado, estaba adoptando respecto de la operación de rescate del personal español y los colaboradores afganos tras la vuelta de los talibanes al Gobierno del país. Y habrá que darle la razón en el fondo de lo que dice. Tan obsesionado anda el dirigente popular con no conceder acierto alguno al Ejecutivo, que dispara contra todo lo que éste hace sin distinción de materia ni oportunidad. Hay asuntos, sin embargo, como éstos llamados de Estado o de carácter humanitario, en los que la prudencia y la moderación son virtudes obligadas. Y no atina Pablo Casado con el atropellado desempeño que realiza de su papel opositor. Es, por ello, de temer que, si alguna vez llegara a hacerse con la presidencia del Gobierno, más sería por demérito de quien la ocupe que por merecimiento propio.

Y no es que en lo del rescate el proceder del Gobierno deba librarse de crítica. En absoluto. A mí también me ha causado sonrojo el modo en que el Ejecutivo ha llevado a cabo la operación o, más en concreto, la pomposidad de la que la ha rodeado. Ya aquella solemne y extemporánea comparecencia del trío formado por los presidentes del Gobierno español, de la Comisión y del Consejo europeos dio mala espina. El tono triunfalista, de eufórica alegría, con que se expresaron contrastaba de tal modo con las imágenes del desastre que estábamos viendo en la televisión, que resultaba inevitable la sospecha de que se proponían poner en marcha una maquinaria de distracción que encubriera lo que no resultaba conveniente que se viera. Es la vieja táctica de concentrar el foco en un punto, de modo que el resto quede en penumbra, si no en la más absoluta oscuridad. Las repetidas comparecencias del presidente, junto con la procesión de ministros por los centros en que se concentraban los rescatados, acabaron por confirmar la sospecha.

Con materiales tan sensibles, el éxito de la propaganda estaba asegurado

La maquinaria de propaganda manejaba además materiales tan sensibles, que su éxito estaba asegurado. Nadie con un mínimo de humanidad podía sustraerse a los sentimientos de piedad hacia quienes accedían a nuestro país huyendo del peor destino imaginable ni, mucho menos, atreverse a criticar a quienes dirigían o ejecutaban la noble operación de su rescate. Mientras sólo tuviéramos ojos para ver las desgarradoras historias y las valientes actitudes que transmitían las televisiones, no resultaba decente que nos pusiéramos a discutir sobre las causas del descalabro ni sobre los problemas que se nos vendrían encima. Pero hasta las tragedias resultan, al fin, tan efímeras como cualquiera de los sucesos que revuelven la vorágine de la actualidad. No habrían de tardar en formularse las preguntas que pretendían camuflarse. Las de cómo ha podido ocurrir la debacle y qué hacemos ahora con sus consecuencias son las primeras que ya comienzan a inquietarnos.

Por de pronto, la euforia que quería crearse por el rescate de los refugiados ha comenzado a tornarse decepción por la política de subcontrataciones que la UE parece decidida a practicar, para que los países vecinos se hagan cargo de su acogida a cambio de un puñado de euros. Y, más allá de esta cínica práctica de subcontratar la solidaridad, el llamado «nuevo orden» que está instaurándose en el mundo ha comenzado a sembrar desconcierto en las cancillerías occidentales. Lo han expresado, con tino, Ángela Merkel y, más torpemente, Joe Biden: la intervención militar no es el vehículo adecuado para exportar sistemas y valores democráticos. Y cuanto más se prolongue, peores serán los resultados. Que cada cual aguante su vela, parecen estar diciendo.

Y es que, aun cuando la humanidad comparta un mismo espacio en el mundo, los desfases temporales entre los grupos que la componen son enormes. El espacio se ha achicado con el desarrollo de los medios de comunicación y transporte, pero aún no se ha inventado el vehículo que salve las distancias que los separan en el tiempo. El recorrido temporal es intransferible. El de Occidente tuvo que atravesar dramáticos momentos hasta que la Ilustración lo situó en esta llamada modernidad. Cómo ayudar a que otros recorran el suyo, de modo que, además de compartir espacio, seamos de verdad contemporáneos en el reconocimiento de los derechos humanos universales, es la pregunta que nos toca contestar. Los intentos hasta ahora realizados se han revelado ineficaces y frustrantes.