EL CORREO 21/12/13
MANUEL MONTERO
· Alcanzar el mando resulta mucho más importante que lo que se haga con él
En sentido estricto la política española no habla de la sociedad, de la economía o de la cultura, de la actualidad o del porvenir. Gira en torno al pasado, a cuestiones colaterales y, sobre todo, alrededor de los políticos y su destino. Una singularidad: propiamente no hay debate, sólo exposición de posturas que no se contestan, tarea que se deja a los tertulianos y articulistas.
Las circunstancias fuerzan a referirse a la crisis, pero en el discurso político ésta juega un papel instrumental. Es como si su esencia fueran los índices mensuales, que son como las encuestas: caben lecturas al gusto del consumidor. Se usan para asegurar a los convencidos de que los suyos van por el buen camino y los otros no dan una. Las lecturas, sesgadas, no dan más de sí.
Además de los índices de coyuntura, en la política española de los últimos años hay un tema señero: el franquismo, refiriéndose sobre todo a acontecimientos de hace 75 años. Se habla de él en un sentido peculiar, para cambiar el pasado y lograr que la guerra acabe de otra forma. Busca también convertir la Guerra Civil en permanente. Sus causas quedan lejanísimas, pero el propósito es que sigamos enredados en juicios vengativos. Otra cuestión, de la misma rabiosa actualidad, concita la atención: la Transición. Esta gresca viene planteada por quienes no querían transición sino ruptura punitiva y no juzga la transición por su resultado, la democracia, sino por presuntos vicios de origen o porque hubo acuerdos y no victoria.
Estas querellas ‘históricas’ –el franquismo y la Transición– dan en una diatriba moral, que tiende a la moralina y a la indignación. Mentan la democracia, pero no asociada a la soberanía nacional, el pluralismo o la tolerancia, sino entendida como una ‘utopía’ de parte, como si fuese posible una democracia sectaria.
La siguiente cuestión que ocupa hoy a la política son Cataluña y los furores independentistas. Adopta también una forma peculiar: Artur Mas y los suyos se lanzan a por todas y en general el resto de la política española no sabe/no responde. Sólo ocasionalmente aborda la cuestión. O propone reformas estructurales. Como en los debates historicistas, es la imagen de que tenemos que vivir un proceso constituyente continuo. La política se desplaza hacia la pretensión de transformar la Constitución, como si así se contentasen quienes no quieren el marco constitucional y de paso quedasen atados el futuro y los comportamientos.
Ha perdido el lugar de antaño, pero la política trata a veces de la cosa vasca, y el discurso aborda el llamado ‘proceso de paz’ o cómo contentar a la izquierda abertzale sin molestar a las víctimas. En esto el éxito –lo es, pues ha triunfado su término ‘proceso de paz’– es de los victimarios, en una característica inversión de valores.
Aunque no sea materia del gusto del político, pues las encuestas lo condenan, su discurso habla de otra cuestión, más material: la corrupción. En propiedad, trata de la corrupción ajena. De creerles no es un mal general sino un fruto de la desidia de los otros. Se desplaza al ‘y tú más’, a la vez defensivo y acusatorio. En el fondo, se elude la cuestión: el rupturismo categórico del que se duele nuestra política desaparece en esta materia, que no suele plantearse la búsqueda de soluciones generales. Si habla de la corrupción, lo hace como una reconvención moral, de la que se esperan réditos electorales, si se convence al pueblo soberano de que la maldad de los otros tapa la viga en el ojo propio.
Otras cuestiones cruciales –la duplicación o triplicación de competencias, la sobreabundancia de asesores nombrados a dedo, el desarrollo de las autonomías al modo de Estaditos o los derroches en infraestructuras– no suelen entrar en el discurso de los políticos, menos cuando ven rentabilidad electoral. Queda para el chascarrillo mediático. Por contra, forman parte de sus asuntos preferidos las subvenciones. Por azares de nuestra evolución, las estructuras públicas no buscan sistemas estables de igualdad social o de asegurar el crecimiento, sino un Estado caritativo, con el que se ha identificado aquí al Estado del bienestar. Los criterios sobre los que se subvenciona siguen líneas doctrinales. Se quitan y dan según los tics del que está en el poder, con exclusión de nociones que apelen al interés general. Si alguna vez se ajustan a algo parecido al bien común –concepto ajeno a la política española, retóricas al margen– cabe atribuirlo a la casualidad, no a análisis y acuerdos.
Pero el tema estrella de la política española es ella misma. En esto es endogámica, porque no suele debatirse qué política es necesaria, aunque sí se cuentan quimeras. Aborda la cosa pública desde su lado más cutre. Lo que más preocupa a la política española son los políticos: quién será el candidato, con qué gente, si tal estrella emergente se cepillará al mandamás, que bastante hace con aguantar, si podrá sobrevivir el presidente al extesorero, si este se los llevará a todos por delante, cómo logrará aquel (o aquella) darle la zancadilla a los del otro.
Este politiqueo de corto alcance concita la atención general y todas las demás cuestiones (índices económicos y sociales, memorias históricas, federalismos sobrevenidos, reformas constitucionales, corrupciones y demás) acaban refiriéndose a ésta: qué político y qué tribu se harán con el poder. En la política española alcanzar el mando resulta mucho más importante que lo que se haga con él. No preocupa la gestión sino conseguir el poder. De eso trata fundamentalmente la política en España.