Olatz Barriuso-El Correo

Si hubiera que explicar a un extraterrestre de qué va ahora mismo el debate público español, podríamos resumirlo más o menos así. Mire usted, señor alienígena: España es un país donde el presidente del Gobierno insinúa en noviembre de 2019 que la Fiscalía está a las órdenes del Gobierno para darle credibilidad a su promesa electoral de traer a un prófugo de la Justicia para que sea juzgado por sedición y malversación. Cuatro años después, con el mismo presidente en La Moncloa, el primero de los delitos ya no existe y el huido en cuestión tiene en jaque a los poderes del Estado y ha incendiado al ya mencionado Ministerio Público, no ya por los desvelos para sentarle en el banquillo sino para que vuelva amnistiado y triunfal sin que ni fiscales ni jueces ni ningún otro servidor público se interpongan en su camino.

¿De locos? Es lo que hay. Efectivamente, fue Pedro Sánchez quien, en plena campaña electoral, pronunció aquello de ‘¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso’ para dejar claro que espolearía la euroorden de detención y entrega de Carles Puigdemont y que no estaba vendiendo humo. Las asociaciones de fiscales salieron en tromba entonces a defender su independencia que, como le explicaríamos también al sorprendido visitante, hoy está aún más herida que entonces porque la ley de amnistía redactada a medida del tal Puigdemont está tensionando las costuras de las instituciones del Estado como nadie creyó que fuese posible.

¿Y por qué se somete a semejante test de estrés a quienes sostienen el edificio constitucional?, se preguntaría el lego, ya versado en la materia de por qué la independencia judicial y la separación de poderes sufren tanto en un país en el que el primer partido del gobierno y el que lidera la oposición necesitan un mediador europeo para negociar la renovación del órgano de gobierno de los jueces. Entonces, le contaríamos al atónito marciano que ninguna de esas dos siglas ha renunciado nunca a influir en quienes dictan las sentencias. Y que, por si eso no fuera suficiente, los caprichos de la aritmética parlamentaria y las ansias de perpetuarse de quién podía utilizarla en su favor han dado un poder desmesurado a un fugado capaz de votar en contra de su propia amnistía para seguir atornillando a todo un Estado de Derecho.

De ahí el barro inaudito que salpica estos días la labor fiscal, de ahí que exista mucho más que la duda razonable de que el informe sobre las acciones de Tsunami ha cambiado radicalmente para que Puigdemont pueda zafarse para siempre de la inacabable estela de sus tejemanejes. De ahí las sospechas, las habladurías, las explicaciones absurdas, la tensión desbordada. De ahí que, liderados por quienes laboriosamente sostuvieron la acusación en el juicio del ‘procés’, una abrumadora mayoría de fiscales hayan decidido rebelarse, tocados en su dignidad personal y profesional. De la teniente fiscal a la que le cae ahora la patata caliente de librar o no a Puigdemont de la imputación de terrorismo se dice que es progresista. Eso, como lo contrario, significa mucho en esta España en la que el Gobierno divide a los españoles entre los fans de la canción de Eurovisión y los devotos del ‘Cara al sol’. España sí que es extraterrestre.